Con la disolución de la Unión Soviética por parte del Soviet Supremo, el 26 de diciembre de 1991, el mundo quedó estupefacto ya que para muchos era prácticamente impensable que ese imperio euroasiático, que se había convertido en la segunda economía mundial y que competía entre iguales con los Estados Unidos en todos los órdenes, hubiera llegado a su fin.

El colapso del imperio soviético hay que contextualizarlo en el estancamiento que venía experimentando su economía desde la década de los 70. Si bien es cierto que bajo el liderazgo de Leonid Brezhnev la Unión Soviética vivió una época de estabilidad política interna y externa, ya que bajo su mandato se aplicó la política exterior del Détente con los Estados Unidos durante la administración del presidente Richard Nixon, lo que permitió bajar las tensiones geopolíticas entre ambas superpotencias, la corrupción rampante, el estancamiento económico que experimentó el imperio soviético en esa época fue la punta del iceberg de la caída significativa de los niveles de vida de la población. Esto sumado al exuberante gasto militar y la baja productividad debido al ensanchamiento de la brecha tecnológica con Occidente.

Los liderazgos de Andropov y Chernenko, quizás por su corta duración, no se abocaron a realizar las reformas económicas que necesitaba la economía soviética para poder sostenerse en el tiempo. La llegada de Mijaíl Gorbachov al Kremlin introdujo un paquete de reformas económicas y políticas, denominadas Perestroika y Glasnost, respectivamente. El fracaso de las reformas económicas llevadas a cabo a través de la Perestroika, y la introducción de las reformas políticas de manera simultánea a través del Glasnost, fueron el caldo de cautivo para acelerar la caída de la Unión Soviética.

Con la apertura política desde mediados y finales de la década los 80,  se permitió el surgimiento de grupos nacionalistas a lo interno del imperio, no solo en Rusia sino en otras repúblicas de la unión, lo que devino en movimientos independentistas en algunas repúblicas y en el caso particular de Rusia expuso al mundo las falencias que tenía el sistema soviético tanto en el aspecto económico como político. Además, el pueblo en sentido general perdió el miedo a sus autoridades. Estos eventos políticos no fueron bien vistos por otros países socialistas que se encontraban fuera de la órbita soviética, especialmente China. En una visita realizada por Gorbachov a China en mayo de 1989, le imploró a su par chino, Deng Xiaoping, realizar reformas políticas, a lo que éste último se opuso de manera rotunda. Sin embargo, Deng Xiaoping, abrazó las ideas de reformas económicas de Gorbachov, ya que el mismo había iniciado dichas reformas a finales de la década los 70, reformas que le permitieron a China constituir un capitalismo de Estado que durante décadas ha contribuido al crecimiento económico sostenido de ese país y, a su vez, ha dejado su impronta en el mejoramiento sustancial de la calidad de vida de su población.

Poco tiempo después de la visita de Gorbachov a Beijing, se produjo la matanza de la Plaza Tiananmen, el 4 de junio de 1989. Este evento reforzó aún más la tesis de Deng Xiaoping de que una apertura política del sistema podría desencadenar en el colapso de este. Por tal razón, el liderazgo chino que le siguió más adelante entendió que: el fortalecimiento de la economía y la mejoría de la calidad del pueblo chino eran la piedra angular para mantener el dominio absoluto del Partido Comunista Chino (PCC) en la vida política del país. Esa visión de liberar la economía al capitalismo y mantener el control político sin ningún tipo de reformas fue la fórmula perfecta que logró consolidar el avance económico de China y de constituirse como un actor político de importancia en la escena política global, esto funcionó de esa manera hasta llegada al poder de Xi Jinping en 2013.

Durante las gestiones de los predecesores de Xi Jinping, además de lograr una mejoría significativa de la calidad de vida de la gente, sus objetivos centrales eran los siguientes: convertir a China en una potencia económica mundial, ser una potencia regional y ser un actor clave en las instituciones supranacionales. Sin embargo, el objetivo central de Xi Jinping es: convertir a China en la primera potencia mundial desplazando a los Estados Unidos. Bajo su liderazgo Xi Jinping ha delineado un plan estratégico que a su entender va a lograr su objetivo central, pero que a la vez mantiene el sistema actual. Y, por consiguiente, quiere enmendar errores que llevaron al colapso de la extinta Unión Soviética.

En el aspecto económico bajo la presidencia de Xi Jinping, el Estado ha tenido una mayor intervención en la economía, pero no con el objetivo de cambiar las reglas de juego del mercado, sino para una mayor regulación, pero sobre todas las cosas: aplacar cualquier disidencia política que atente contra el sistema. En pocas palabras, la economía china sigue tan abierta como nunca al sector privado siempre y cuando no trate de interferir en los asuntos políticos.

Otro aspecto que es de suma importancia, y que de cierta manera forma parte de la visión holística de grandeza para China que tiene Xi Jinping es: la consolidación de China como potencia pasa indudablemente por lograr alcanzar la hegemonía militar. China no ha estado en vuelta en un conflicto bélico desde la Guerra con Vietnam en 1979. Dado este escenario, bajo la gestión de Xi Jinping, China ha aumentado el gasto militar para mejorar el armamento de última generación y el entrenamiento de los efectivos militares para colocar a China en la vanguardia. Esto se ha logrado sobre una base económica sólida, a diferencia de la Unión Soviética, que, a pesar de las señales de estancamiento económico, el Gobierno continuó una carrera armamentista desenfrenada a expensas de la economía. Y, en geopolítica hay un axioma inexorable: sin hegemonía económica no se puede obtener hegemonía militar. Y, eso es algo que los chinos han entendido muy bien.

En el ámbito político, Xi Jinping, está tratando de enmendar un error de operatividad política que según varios expertos fue uno de los ingredientes que contribuyó a la caída de la Unión Soviética: la despolitización de las fuerzas armadas. En la antigua Unión Soviética, las fuerzas armadas solo actuaban como fuerza represiva nacional, pero no estaban vinculadas políticamente con el Partido Comunista. Este escenario aceleró la caída de la Unión Soviética, ya que esta no sirvió de muro de contención para detener la caída del sistema político.

En cuanto a la política exterior, la China de Xi Jinping, al igual que la antigua Unión Soviética, venden las bondades de su sistema al mundo, la diferencia de la China actual es que lo hace desde la óptica de un nacionalismo efervescente en la arena internacional. Sin embargo, China ha centrado su política exterior en una diplomacia de cooperación de beneficios mutuos. A diferencia de la Unión Soviética, que exportó guerras de poder en lugares donde existían disputas hegemónicas con los Estados Unidos. Algo que, sin dudas, contribuyó enormemente a su caída. China, por el contrario, lleva la mano amiga respetando el principio de autodeterminación de los pueblos, que les ha permitido acceder a nuevos mercados y lograr insertarse en proyectos económicos estratégicos, que fortalecen a ese país como un actor global de gran primacía.

En conclusión, si nos abocamos a realizar un análisis contrafactual de la historia, es decir: qué hubiera ocurrido en el curso de la historia si se hubieran tomado ciertas medidas. Nos atrevemos a asegurar de que la Unión Soviética hubiera permanecido intacta de haberse implementado reformas económicas efectivas sin cambios políticos sustanciales, tal cual como lo ha hecho China en la actualidad.