Una de las discusiones más apasionantes de la filosofía moderna es buscar un punto de partida para explicar la realidad, por mencionar dos extremos temporales, Rene Descartes en sus inicios en el siglo XVII y Martín Heidegger en el siglo XX. Se necesita en esta tarea reconocer autores como Marx, Sartre, Levinas y Dussel que brindan luz sobre el problema desde diversos aspectos.
¿Cuál es el punto de partida? Para cada ser humano el mundo comienza cuando surge a la existencia. Y esto debe explicarse. El fundamento real de nuestra existencia es la estructura físico-química, con la nada despreciable edad de 13 mil millones de año, en procesos permanentes de transformaciones (recordemos la famosa frase popularizada por Sagan: somos polvo de estrellas) y que articula la forma biológica de nuestro ser, fruto del aporte de un hombre y una mujer, que formaron el cigoto, con su riqueza genética que se desplegará a lo largo de nuestra vida.
Si esa es la precondición necesaria, en términos materiales y biológicos, de nuestra existencia, en cuanto resultado de la unión de los gametos de quienes son nuestros padres, será el proceso de nacimiento, cuidado y crianza, al menos durante los primeros años de vida, lo que nos constituirá como ser humano.
Todos nacemos en un nicho cultural, no hay otra forma de acceder a la existencia. Una madre (o quien haga esa función) que nos acaricie, alimente, nos hable en su lengua, vele por nuestra salud, nos proteja de la inclemencia… No importa si eso ocurre en una chabola o en una apartamento de lujo, en una sociedad europea, una tribu africana o en las calles de Nueva Deli, somos lo que somos porque alguien asumió las funciones maternales o paternales en nuestros primeros años de vida.
Cuando hablamos de lengua materna, nos referimos a la lengua que configuró nuestro cerebro, nuestra estructura básica del pensar en un idioma, y eso nos lo dieron en la infancia más temprana, fuimos integrados al mundo de quienes velaron por nosotros, por ese núcleo original que nos cuidó. Hacia nuestra humanidad, en cuanto despliegue de nuestras capacidades de comunicación, comportamiento articulado culturalmente y pensamiento, fuimos conducidos desde el potencial biológico que trajimos al salir del útero materno a través de ese nido original, esos que fueron nuestros cuidadores.
El otro hecho que se desprende de esa evidencia sobre nuestro origen es que todos, absolutamente todos los seres humanos, partimos de ese proceso. Todos surgimos biológicamente de la misma manera y fuimos integrados en un nido original que nos forjó. Las diferencias de nuestros orígenes biológicos y las distinciones de las miles y miles de formas culturales en que cada uno es “criado” en esa primera etapa, es la riqueza de la variedad de lo humanos, pero en ningún caso coloca a nadie por encima o por debajo de los demás. Somos iguales en el surgir a la existencia humana, es una suerte de fraternidad existencial.
Ninguna cultura, ninguna lengua materna, es superior a otra, pero cada una es esencial para que los nuevos niños y niñas que nazcan a la humanidad puedan aprender a comunicarse, a pensar, a seguir patrones culturales, a tener creencias. Luego vendrán momentos en que muchos de ellos podrán aprender otras lenguas, otras culturas y por tanto su humanidad se desplegará en diversos “mundos” humanos.
Lamentablemente en muchas ocasiones los nichos lingüísticos y culturales se tornan para muchos individuos y comunidades en espacios cerrados y opuestos activamente a otras lenguas y culturas, por motivos políticos, religiosos, resentimientos históricos y liderazgos integristas. Las tendencias misóginas (fruto de culturas machistas), racistas, xenófobas, homofóbicas, los fundamentalismos religiosos, fanatismos políticos y toda suerte de ideologías negadoras de la igualdad de los seres humanos, se alimentan de las estructuras primitivas de nuestro proceso de humanización en el nido familiar.
Lo que es esencial para nuestra humanización, puede convertirse en un mecanismo de deshumanización. Lo que debe servir de fundamento se torna a veces en puerta cerrada para el encuentro entre personas y pueblos diferentes. Los conflictos, las memorias históricas ideologizadas, las creencias religiosas idolátricas, los nacionalismos chovinistas, los liderazgos autocráticos, producen corrientes sociales que cierran a pueblos en torno a sus pulsiones tribales y les bloquean el diálogo con otros pueblos y culturas.