El historiador español, José Bueno, plantea que la guerra actúa tan directa y decisivamente sobre la existencia de los seres humanos, arrebatándolos para su maquinaria diabólica y desapoderada de sus pegujales o de sus talleres, o compareciendo en pueblos y ciudades como un huracán devastador, hoy aquí, allá mañana, con una persistencia tenaz que reduce los períodos de paz a breves treguas.
Al desbrozar los caminos que produjeron las primeras guerras, sostiene que a partir del siglo XVI, es decir, con el invento de las armas de fuego, la artillería especialmente es la que pone fin a la superioridad militar del nómada, jinete nato, guerrero cruel, que los hombres sedentarios no habían sido capaces de rechazarlo nunca. Todavía los nómadas tártaros incendiaban Moscú en 1571, y en el saqueo de la ciudad mueren 150.000 habitantes, entre ellos muchos comerciantes ingleses, flamencos, alemanes e italianos que residían en la tercera Roma. Todavía el norte de África está dominado por los nómadas berberiscos en el siglo XVI. Pero las grandes invasiones asiáticas, que desde los más oscuros y lejanos tiempos históricos, han caído sobre Europa cada cuatro o cinco siglos, como una plaga asoladora, van a cesar desde que la artillería pone fuera de combate a la caballería nómada.
Establece que para 1500 la amenaza asiática estaba representada por el Imperio Turco de los otomanos, pero que los sultanes osmanlíes fueron adoptando las nuevas técnicas occidentales de la guerra; en ese sentido —argumenta— copiaban las naves guerreras cristianas y las dotaban de poderosa artillería, y sus ejércitos terrestres que amenazaban la llanura danubiana poseían una excelente artillería de campaña.
Esto hace que también cambie el combatiente. Esto así, porque, de acuerdo a José Bueno, las anárquicas mesnadas medievales fueron sustituidas por profesionales que cobraban una soldada, y por eso son llamados soldados. De manera que el soldado del siglo XVI ya no es el guerrero de la Edad Media, ni es todavía el militar de los ejércitos modernos. Reclutado por reyes y príncipes en las regiones montañosas de Suiza o en las más pobres comarcas de Suabia, los lansquenetes, como se llamaban estos soldados mercenarios alemanes, se alistaban en el ejército que les pagaba mejor. Así sucede —establece Bueno—, que soldados de un mismo pueblo se enganchaban en huestes enemigas y al poco tiempo de haber salido juntos de su aldea natal se mataban entre sí, defendiendo una causa que les era ajena. Por lo que en el ejército de los sultanes musulmanes además de jenízaros, de origen cristiano, militaban albaneses, esclavos y griegos.
De acuerdo a su planteamiento, estos soldados profesionales formaban heterogéneas unidades en las que se reunían gentes de las nacionalidades más diversas, con su estrafalaria vestimenta, porque estas tropas no iban todavía uniformados, y esta libertad parece acrecer la fantasía indumentaria de estos aventureros, desde las plumas de colores de los enormes sombreros hasta las cintas, bandas y capas, pasando por el justillo y los greguescos multicolores, que daban a estos soldados aspecto de extraños pájaros tropicales. Y agrega Bueno que estos soldados se sentían como meros instrumentos de un fin que desconocían en aquellos tiempos. Pone el ejemplo de la batalla de Pavía, donde combatieron suizos contra suizos, alemanes contra alemanes, cuando, como es sabido, lo que se disputaba allí era si Italia iba a ser presa de los franceses o de los españoles.
Por lo que destaca que estos soldados eran tan temibles para los amigos como para los enemigos. Sostiene que, en ese sentido, los mismos desmanes y violaciones y pillajes cometían contra los súbditos de su príncipe que contra los del adversario. Pone de manifiesto que algunos papas robaban en las villas y ciudades de los Estados pontificios y cuando estos mercenarios no cobraban puntualmente sus pagas, demora que en todos los países se produce con asaz frecuencia, se lanzaban en busca de botín, asaltaban una ciudad y la pillaban hasta el desmeollamiento.
En ese orden -dice- los soldados de Carlos V, en estos y otros casos, saquearon salvajemente a Roma del 6 al 13 de mayo de 1527, dando un cerrojazo brutal a la etapa más refinada y brillante del Renacimiento italiano, escandalizaron a occidente porque la ciudad sufriente era Roma, y porque las vidas del papa y de muchos cardenales peligraron. También cita el hecho de que muchas otras villas padecieron el mismo infortunio, azote habitual de las campañas militares de los siglos XVI y XVII, que culminó en la “Guerra de los Treinta Años”. En ese momento, Amberes, tomada en 1576 por las tropas españolas, furiosas también porque se les adeudaban pagas atrasadas, fue saqueada con un ensañamiento que contribuyó a la decadencia de la ciudad que había sido la capital económica del Occidente durante los últimos cien años.
(José Bueno, La vida en la era de los descubrimientos. Mas-Ivars Editores, S.L. Valencia, España, 1971, pp. 118-119).