Tal y como sostiene el estudioso y teórico del problema de las guerras, Louis Smith:

“Uno de los más viejos y difíciles problemas de la sociedad política es aquel de la apropiada relación entre el poder militar y la autoridad civil. Desde los primitivos escritos sobre filosofía política hasta los actuales debates en el Congreso Norteamericano, o en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, es este un tema que se repite constantemente”. (…) “Pero es mucho más que una discusión académica incesante; es un problema fundamental en el arte de gobernar, y de la solución afortunada del mismo dependerá el bienestar del pueblo y la supervivencia del Estado”.

A su modo de ver:

“Para mantener el orden interno y hacer efectiva la política de una nación con respecto a otros países, el Estado debe tener una fuerza adecuada a su disposición. Omitir dicha realización ha traído, inevitablemente, el desastre, ya sea a causa de contiendas internas, o de la agresión exterior. En consecuencia, todos los grupos políticos, ya sean sociedades primitivas que solo cuentan con las simples armas de cazadores y pescadores o agrupaciones nacionales más numerosas y complejas, que poseen una tecnología guerrera más evolucionada y mortífera, se caracterizan por haber desarrollado alguna clase de orden militar”.

“Sin duda, dice, Heinrich von Treitschke estuvo equivocado en ver al Estado solamente como poder. Pero estuvo acertado al describirlo como una fuerza pública para el ataque y la defensa, y la historia brinda numerosos ejemplos para sustentar su advertencia de que el Estado que descuida su fuerza, buscando solo promover las aspiraciones idealistas del hombre, es seguro que perece. Aun Adam Smith quien, como es bien conocido, estaba más interesado en la prosperidad nacional que en los asuntos militares, juzgó que “una buena defensa era más importante que la opulencia”.

Desde la perspectiva de Louis Smith:

“… hay peligro en la existencia de un poder militar pequeño; es peligroso también que sea excesivo. Cuando se mantiene una institución militar innecesariamente vasta, particularmente si esta situación es prolongada, con seguridad se tropezará con serios problemas. Los costos de esa fuerza implican pesados impuestos sobre el pueblo condenado al servicio militar y, substraído a la producción, necesitará el total de los productos nacionales disponibles para el consumo y por consiguiente hará bajar el nivel de vida. Además de este gravamen económico hay también, como notaremos más adelante en este estudio, serios peligros psicológicos, políticos y diplomáticos. Ciertamente feliz es el Estado cuyas necesidades militares y sus fuerzas guerreras estén equilibradas en un nivel modesto”.

(Louis Smith, La democracia y el poder militar. Un estudio del control civil sobre el poder militar en los Estados Unidos, traducción de Fernando Demarco, Editorial Bibliográfica Argentina, Talleres Artes Gráficas Doce, 1957, pp.15-16).

Es obvio que en la creación de un estado lo más importante son las leyes, los principios de la libertad y el respeto de los derechos civiles e individuales. Del Talmud extraemos la siguiente expresión: “Nuestra libertad no consiste en romper las ligaduras de las leyes, sino en cumplirlas por voluntad propia”.

Al nacer los estados, como una necesidad perentoria de los ciudadanos para reglamentar el orden público y establecer los mecanismos jurídicos de la igualdad y los derechos fundamentales del hombre, también nació con ello el mecanismo del caudillismo, considerado desde sus inicios como un mal político que padecen los pueblos cuando no poseen una orientación legal definida, es decir, cuando las instituciones públicas no obedecen a una reglamentación legal perfecta y a un funcionamiento basado únicamente en la ley.

Como todos sabemos, el hombre nació libre, pero para conseguir en cierta medida la paz, la igualdad y la solidaridad, tuvo que asociarse con otras clases sociales, políticas, económicas y militares. Por esa razón, la sociedad que más se aproxima a los fines naturales del hombre es aquella que le ofrece el máximum de libertad posible. Como son los sujetos los que forman el Estado, así como las tribus escogen sus caciques para dirigirlos e impartir justicia, el Estado, por lo tanto, representa el sistema político, asegurándoles al máximo a los ciudadanos sus derechos de participación y decidir en las medidas emanadas del mismo. El estado es el garante de las libertades, mediante las cuales asegura el libre albedrío de los hombres y las mujeres, sin perder con ello su principio de autoridad.

Gobernar es dirigir. Por ello, el representante del poder político debe conservar la necesaria norma de la ética, la autoridad y la determinación para que los gobernados se sientan satisfechos de sus ejecutorias. Como se sabe, el pueblo es el depositario natural del poder y el que lo delega en la persona que considere más idónea y capaz, pues no se concibe que los hombres crearan el Estado para la opresión de sí mismos.

Pero ha habido épocas en que ha reinado el despotismo y la decadencia, como sucedió en el Imperio romano oriental, según narra Porrúa Pérez, en que “la esfera individual de derechos se redujo a un mínimo en el aspecto privado y se nulificó totalmente en el público”. Sostiene que una situación semejante encontramos en relación con la participación del hombre en la organización política. Expresa que en ese período “existía una esfera de derechos de los hombres, pero limitada a los que tenían la calidad de ciudadanos”. “El hombre –como tal infiere–no tenía siempre la calidad de persona, y esta situación perduró en la organización política romana incluso después de haber adoptado el cristianismo como religión oficial”. Agrega, en ese sentido, que esta situación subsistió durante mucho tiempo en la comunidad religiosa formando unidad con la política y se privó de la personalidad plena a los herejes e incrédulos.

En ese tenor, es importante la anotación que hace Porrúa Pérez, al señalar que:

“El fenómeno político romano, lo mismo que el griego, surgió de la evolución de la aldea, que se transformó en Estado-Ciudad. También representaba la organización política romana, lo mismo que la griega, una unidad política-religiosa”.

Y precisa: “La comunidad política romana desde su iniciación representó una unidad interior y general. No obstante, la pluralidad de orígenes, el poder en su plenitud solo correspondía a uno, que lo ejerce originalmente, los demás solo lo tienen de manera derivada”. “El príncipe” —dice— colocado en la parte más alta de la sociedad política, ejerce el poder de manera absoluta, por transmisión del poder que le ha hecho el pueblo en virtud de la Lex Regia”.

Argumenta, asimismo, que:

“En el Imperio se concentró, por primera vez, en una sola persona, la totalidad de los poderes políticos”. Manifiesta que: “Esta concepción influyó considerablemente en las organizaciones políticas posteriores”. Roma —expresa— por otra parte, ha tenido una influencia mucho mayor en el Estado moderno que Grecia y cita a Jellinek, quien señala: “Donde quiera que se creen Estados, renacerá, para servirle de tipo de construcción, la idea romana, imperecedera, del Imperio”.

El sabio filósofo Cicerón, siguiendo la línea de Platón, estructura la base de una comunidad política en que, a decir de Porrúa Pérez, renacen los principios abstractos y morales de la justica con fundamento sólido en la doctrina ética… La organización política para Cicerón no es algo artificial, sino un resultado natural de las condiciones del hombre, y, en consecuencia, útil y necesario, añade el autor citado. Por eso, pone a disposición estas reflexiones del filósofo romano:

“…se interesó vivamente por encontrar la fuente última del derecho natural, que resuelve en un sentido realista al hacer descansar el fundamento del derecho, no en la voluntad humana, como hace el nominalismo, sino en la misma naturaleza del hombre y la sociedad, como expresa en el libro I de De Legibus”.

La verdadera ley, dice Cicerón, es la razón, cuyo fundamento se encuentra en la naturaleza, en cuanto prescribe lo que se debe hacer y prohíbe lo contrario. Y agrega que la verdadera ley no es arbitraria invención del ingenio humano, ni mandato de los pueblos, sino un algo eterno que rige al mundo y con su sabiduría impera o prohíbe. La verdadera ley, expresa el insigne jurista, es un criterio para la distinción de lo justo y de lo injusto acuñado por la naturaleza.

Según Porrúa Pérez, el pensamiento de Cicerón representa una etapa más en el desarrollo de la doctrina del derecho natural con fundamento realista, que será la piedra angular del pensamiento político de la filosofía tradicional que encuentra su culminación en la obra de santo Tomás de Aquino en el siglo XIII y en las elaboraciones de los teólogos y filósofos españoles de los siglos XVI y XVII.

En ese contexto surge el cristianismo, que, de acuerdo con Porrúa Pérez, viene a transformar profundamente la concepción pagana del hombre; por ello, frente a los principios negativos de la antigüedad afirmó la dignidad y la igualdad de los seres de los humanos y la libertad de su conciencia frente a la organización política. Esta concepción especial de la naturaleza humana —refiere el autor en cuestión— necesariamente influyó en el pensamiento político. Hasta entonces —agrega— la comunidad política absorbía todas las instituciones sociales. De modo y manera que el cristiano afirmó la existencia de una comunidad espiritual conjuntamente con la comunidad política. Y agrega que su doctrina es de tipo humanista por excelencia, porque su base es la caridad o amor al prójimo y, en consecuencia, la ayuda a  los demás y el respeto de su dignidad y jerarquía, por ser todos los seres humanos personas iguales entre sí en cuanto a esa calidad individual que a todos les corresponde. Esta es una aportación radical y básica también desde el punto de vista político.

Por su parte, Samuel P. Huntington plantea que la historia humana es la historia de las civilizaciones y que es prácticamente imposible pensar en la evolución de la humanidad de cualquier otra forma. Su trama, nos indica, se extiende desde las antiguas civilizaciones de Sumeria y Egipto a la clásica y mesoamericana, a la occidental e islámica, y a través de las manifestaciones sucesivas de las civilizaciones china e india. Refiere que, a lo largo de la historia, las civilizaciones han proporcionado a la gente sus identificaciones más amplias como, por ejemplo, las causas de nacimiento, crecimiento, interacciones, logros, decadencia y caída de las civilizaciones.

Hobbes, por ejemplo, en su obra Leviatán, refiere que el hombre es un lobo para el hombre y para evitar la lucha constante entre los individuos, estos terminan por establecer un pacto que crea de ese modo la sociedad. Esta teoría podría aplicarse en el caso de las distintas tribus africanas, sobre todo, aquellas pertenecientes a Kenya. Y aunque Hobbes establece que allí donde faltaba la ley debía reinar la anarquía, la investigadora Lucy Mair, cita a Evans-Pritchard, quien al estudiar a los integrantes de la tribu “neur”, dice que estos vivían en una “anarquía ordenada”.

Desde esta concepción antropológica, Mair argumenta que:

“Aun la simple observación casual de los pueblos    primitivos que hoy subsisten nos demuestra que no     pasan su vida en constantes luchas, destruyéndose unos         a otros; que aceptan normas de conducta perfectamente conocidas y, por lo general, lo bastante acatadas como    para que los individuos sepan cuáles son sus derechos y        qué pueden esperar de los demás en cualquiera de las    reiteradas situaciones que plantea la vida”.

Resulta interesante la teoría de Samuel P. Huntington, cuando habla de la civilización en singular y las civilizaciones en plural, porque postula, en ese sentido, de que la idea de civilización fue elaborada por pensadores franceses del siglo XVII como opuesta al concepto de “barbarie”. Una sociedad civilizada, dice, difería de una sociedad primitiva en que era urbana, alfabetizada y producto de un acuerdo. Argumenta que ser civilizado era bueno, ser incivilizado era malo; de ahí que para él el concepto de civilización proporcionaba un criterio con el que juzgar a las sociedades, por lo que durante el siglo XIX los europeos dedicaron mucha energía intelectual, diplomática y política a elaborar los criterios por los que las sociedades no europeas se podían juzgar suficientemente “civilizadas” para ser aceptadas como miembros del sistema internacional dominado por los europeos.

A su entender, esto significaba “la renuncia a una civilización definida como ideal, o más bien como el ideal y un alejamiento del supuesto de que había un único criterio de lo que era civilizado, “limitado”, según la frase de Braudel, cito: “A unas pocas personas o grupos privilegiados, la “élite” de la humanidad”. Pero, según afirma Huntington, había muchas civilizaciones, cada una de las cuales era civilizada a su manera; de manera que la civilización en singular “perdió algo de su caché, y una civilización en el sentido de plural podía de hecho ser absolutamente incivilizada en el sentido del singular.

Sostiene que la distinción entre singular y plural sigue teniendo actualidad; y además, la idea de civilización en singular ha reaparecido en el argumento de que hay una civilización mundial universal. Y según él, este argumento es insostenible, pero resulta útil para examinar si las civilizaciones se van haciendo más civilizadas o no. Agrega que civilización es una entidad cultural, salvo en Alemania. Añade que los pensadores alemanes decimonónicos establecieron una neta distinción entre “civilización” que incluía la mecánica, la tecnología y los factores materiales, y “cultura”, que incluía los valores, los ideales y las más altas cualidades intelectuales, artísticas y morales de una sociedad. Desde ese punto de vista, profundiza en su teoría sobre la base de que esta distinción ha persistido en el pensamiento alemán, pero no ha sido aceptada en ningún otro lugar.

Plantea que algunos antropólogos han invertido incluso la relación, concibiendo las culturas como características de sociedades primitivas, inmutables, no urbanas, mientras que las sociedades más complejas, desarrolladas, urbanas y dinámicas serían civilizaciones. Sin embargo, subraya, estos esfuerzos por distinguir cultura y civilización no han llegado a hacerse populares, y fuera de Alemania se coincide mayoritariamente con Braudel en que es “engañoso pretender, a la manera alemana, separar la cultura de la civilización que le sirve de fundamento”.

Para el antropólogo Huntington resultaban interesantes los argumentos del mariscal de campo y vizconde de Alamein, el inglés Montgomery (1887-1976), vencedor de otro de los grandes estrategas modernos en materia de guerra, el alemán Rommel, mariscal al servicio de Adolfo Hitler. Manifiesta Montgomery: “La información y el servicio secreto no deben ser nunca subestimados por un jefe. Y agrega: “El historiador griego Polibio (201-120 a. de J. C.) escribió que un general debe “aplicarse a enterarse de las inclinaciones y carácter de su adversario”. Unos dos mil años más tarde, Moltke, jefe del estado mayor de Prusia durante treinta años desde 1857, decía a sus oficiales: “Generalmente hallarán ustedes que el enemigo tiene abiertos ante sí tres caminos, y de ellos elegirá el cuarto”.

En consecuencia, cita al mariscal Montgomery quien afirma que: “Un buen jefe militar debe dominar los acontecimientos que lo envuelven; una vez que tales acontecimientos lo desbordan, perderá la confianza de sus hombres, y cuando eso ocurre deja de tener valor como jefe”. “Por consiguiente —agrega— ha de anticipar las reacciones del enemigo a sus propios movimientos, y adoptar rápidas medidas para impedir que el enemigo interfiera en sus planes”.

“Por estas razones —asegura— Samuel P. Huntington, es esencial un servicio de información de primer orden, y el jefe del mismo debe ser un oficial de brillantes cualidades intelectuales, que no ha de ser necesariamente un combatiente profesional”. “Debe ser —añade— hombre que piense con la máxima claridad, capaz de escoger lo esencial de la masa de factores incidentales que actúan sobre cada problema concerniente al enemigo. Las organizaciones del servicio de información deben estar en el más estricto contacto con el servicio secreto”.

Samuel P. Huntington expresa además que: “Un general debe conocer la mentalidad de su oponente, o al menos debe procurarlo. Por esa razón, siempre llevé conmigo durante la guerra de Hitler alguna fotografía de mi oponente. En el desierto, y nuevamente en Normandía, mi oponente fue Rommel; solía yo estudiar su rostro para ver si podía sondear su probable reacción ante cualquier acción que yo pudiera desencadenar; en cierto y curioso modo, esto me ayudó”. “Debo admitir —dice— que no sé de ningún otro comandante en jefe —excepto Sim— que adoptase la misma práctica”.

“Sin embargo, el estudio de los jefes adversarios ha sido siempre una necesidad perentoria. Toda batalla puede salirse muy rápidamente del carril. En caso de que tal cosa suceda, la iniciativa muy bien puede pasar a manos del enemigo. Si en mi larga carrera militar he aprendido una lección, consiste esta en que, sin poseer la iniciativa, no es posible la victoria. De ahí el valor de la información”.

Según explica, la línea principal de su pensamiento establece que: “En todas las actividades del servicio secreto, que son manejadas por el gobierno central, las operaciones de espías, saboteadores y agentes secretos son generalmente consideradas como fuera del marco de las leyes nacionales e internacionales, y son anatema para todas las normas de conducta aceptada. (…) No obstante lo cual, la historia demuestra que ninguna nación hará caso a tales actividades si favorecen sus intereses vitales”.

(Tomado del libro El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, de Samuel P. Huntington, España, Ediciones Paidós Ibérica, S. A.,1996).

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