Todas las leyes y teorías militares que participen constituyen la experiencia de pasadas guerras acumuladas por las gentes en tiempos pretéritos y en los nuestros propios. Debemos estudiar seriamente tales lecciones, pagadas con sangre, y que son herencia de pasadas guerras. Este es un aspecto. Pero hay otro. Hemos de someter estas conclusiones a la prueba de nuestra propia experiencia, asimilando lo que sea útil, rechazando lo que sea inútil y añadiendo lo que sea específicamente nuestro. Esto último es muy importante, porque de otro modo no podremos dirigir una guerra. Leer es aprender, pero aplicarlo es también aprender y, en definitiva, la clase más importante de aprendizaje. (Mao Zedong)

Desde la antigüedad hasta el siglo XXI el mundo ha pasado por cruentas guerras. A partir de la Primera y Segunda Guerra Mundial, las grandes potencias Estados Unidos, China, Rusia, Alemania, Francia, Corea del Norte, entre otras, han mantenido en vilo a la humanidad con una posible Tercera Guerra Mundial Nuclear.

De entrada, Bertrand Russell, preocupado seriamente por el advenimiento de un flagelo de esa naturaleza, llegó a vaticinar, previo a su muerte en la década del 70 del siglo pasado, que, antes de que este terminara, el mundo estaría en la antesala de esta realidad a menos que ocurriera algo completamente imprevisible. Y señalaba las siguientes catástrofes:

  1. El fin de la vida humana, quizá de toda la vida en nuestro planeta.
  2. Una vuelta a la barbarie después de una dramática disminución de la población terrestre.
  3. Una unificación del mundo bajo un solo gobierno que posea el monopolio de las principales armas para la guerra.

Desde un conocimiento más amplio, indicaba que no pretendía saber cuál de ellas se dará, ni siquiera cuál iba a ser la más probable. Por lo tanto, afirmaba sin vacilación alguna que el tipo de sistema al que habíamos estado acostumbrados no podría continuar.

Destacó que la primera posibilidad, la extinción de la especie humana, no es de esperar para la próxima guerra mundial, a menos que esta guerra sea postergada por más tiempo del que ahora parece probable. En consecuencia, llegó a declarar que si la próxima guerra mundial no es decisiva, o si los vencedores son imprudentes, y si los Estados organizados sobreviven a ella, puede esperarse que siga a su conclusión un período de febril desarrollo técnico.

Desarrolló su tesis a partir de los medios de comunicación y, al respecto, dijo en su momento que con medios sumamente más potentes de utilización que la energía atómica, que los que ahora se poseen, muchos hombres de ciencia sensatos creen posible que las nubes radiactivas, flotando sin rumbo por el mundo, desintegren los tejidos vivos por doquier. Aunque el último superviviente pueda proclamarse emperador universal, su reinado será breve y sus súbditos cadáveres. Con su muerte terminará el incómodo episodio de la vida, y las apacibles rocas continuarán girando inmutables hasta que el sol estalle.

A seguidas sostiene que quizás un espectador desinteresado considere que esta es la consumación más deseable, en vista de la larga historia de locuras y crueldades del hombre. Pero nosotros, que somos actores en el drama, que estamos atrapados en la red de afectos personales y esperanzas públicas, no podemos adoptar esa actitud con sinceridad. Es verdad que he oído a hombres decir que preferirían el fin del mundo a su sometimiento al Gobierno soviético, e indudablemente habrá en Rusia quienes dirán lo mismo respecto al sometimiento al capitalismo occidental. Pero esto es retórica -sostiene- con un falso aire de heroísmo. Aunque se debe considerar como una patraña carente de imaginación, es peligroso, porque resta energía a los hombres en su búsqueda de medios de evitar la catástrofe que pretenden no temer.

En términos generales, aseguraba que la segunda posibilidad, la de una reversión a la barbarie, daría lugar probablemente a un retorno gradual a la civilización, como sucedió después de la caída de Roma. La transición repentina, si ocurriera, resultaría infinitamente dolorosa para aquellos que la experimentasen, y por algunos siglos la vida sería difícil y triste. Pero, por lo menos, habría un futuro para la humanidad y la posibilidad de una perspectiva racional.

Creía que tal resultado de una guerra verdaderamente científica no es en modo alguno improbable. Imagínese -comenta- a cada uno de los bandos en situación de destruir las principales ciudades y centros industriales del enemigo; imagínese un arrasamiento casi completo de laboratorios y bibliotecas, acompañado de grandes bajas entre los hombres de ciencia; imagínese el hambre debido a la lluvia radiactiva, y las epidemias provocadas por la guerra bacteriológica.

Ante tan dramática situación se preguntaba: ¿sobreviviría la cohesión social a tales tensiones? ¿No dirían acaso los profetas a las poblaciones enloquecidas que sus males se debían totalmente a la ciencia, y que el exterminio de todos los hombres educados produciría el milenario? Las esperanzas extremas nacen de las extremas desdichas, y en semejante mundo las esperanzas no pueden ser sino irracionales. Creo que los grandes Estados, a los cuales estamos acostumbrados, se derrumbarían, y los pocos supervivientes retrocederían hasta llegar a una primitiva economía de aldea”. (Ensayos impopulares. Bertrand Russell, Barcelona, Edhasa, 2003, págs. 71-74).

En un incisivo ensayo sobre las guerras y los Estados, Francisco Porrúa Pérez nos proporciona un panorama de amplio contenido al señalar que en el largo tiempo de la humanidad, el principal problema de los Estados fue y sigue siendo las amenazas de las guerras; el terror a ser aniquilados fue siempre el motivo por el cual sus gobernantes mandaron a levantar fortificaciones, a organizar guarniciones y a proveer de armas y municiones a sus respectivos ejércitos.

Como es obvio, -agrega- esta situación amenazadora para el mantenimiento de la paz y los propios gobiernos obligó a los respectivos países del mundo a fortalecer dichos Estados y a organizar ejércitos terrestres y marítimos, caballerías y, más tarde, con el avance de la tecnología, crear fuerzas navales y aéreas para evitar la violación de sus fronteras y el comercio ilícito.

Estructura su análisis sobre la base de que desde esos tiempos y en pos de una paz estable y duradera, los Estados, para consolidar su poder, deciden también crear lo que hoy se conoce como la inteligencia militar, el espionaje y el servicio secreto. Por ello, el espectro de la guerra ha sido siempre un fenómeno siniestro para la humanidad.

Atribuye al genio Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en sus obras   El príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, plasmar con pinceladas magistrales las realidades políticas de su tiempo, y en el análisis que le proporcionaba el estudio de la historia de los fenómenos políticos pretéritos. Enumera el artículo XV de El príncipe, donde se encuentra condesada la doctrina que le hace considerar lícitos los actos de los gobernantes, provistos o no de contenido ético, siempre y cuando tiendan al fortalecimiento del poder y al bienestar público.

Partiendo de esa premisa, Porrúa Pérez considera a Maquiavelo como el iniciador del principio político, invocado tantas veces sea necesario, de la razón de Estado, o sea, de la separación de la política y de la ética cuando lo requiriese el incremento del Estado. Desde esa perspectiva —expresa— no encontramos que el análisis de su obra parta de la expresión de un conjunto sistemático de doctrinas políticas, sino de una serie de reflexiones relacionadas con el aumento y la consolidación de la autoridad en la persona del gobernante. Sostiene, en ese tenor, que para la obtención y para conservar ese poder contribuyen dos factores, según apunta Maquiavelo: en primer lugar la virtud, vocablo italiano que significa en este autor fuerza, inteligencia, astucia, crueldad cuando sea necesaria para la defensa del poder; hipocresía, disimulo, doblez, desconocimiento de la palabra dada y cualquier otro elemento que ayude a esa obtención y defensa del poder político.

El otro factor —manifiesta Porrúa Pérez— es la fortuna, azar o coyuntura individual o social que llevan al príncipe a obtener y consolidar el poder. Y apunta que es célebre también en Maquiavelo el paralelismo de las virtudes (entendidas a su manera), del gobernante con las cualidades del león y del zorro. El príncipe —agrega el autor mexicano— debe ser fuerte como un león y astuto como un zorro.

(Tomado del libro Teoría del Estado, de Francisco Porrúa Pérez, Editorial Porrúa, S. A., México, D. F., 1954).

 

 

Cándido Gerón en Acento.com.do