En el universo limitado de la política práctica no son extrañas las actitudes sociopáticas, las disrupciones psicológicas, los estragos corruptivos y otros virus malevos.
Lo extraño sería que no ocurrieran. La política es más que el presente inmediato.
En su complejidad, en la perplejidad que deriva de sus actos insólitos, el ser humano no ha llegado al estadio de entenderse a sí mismo lo suficiente como para cohabitar en paz.
La evolución humana es parcial, disociada, asimétrica y en ocasiones, espantosa. Esta, la humana, es una especie todavía en transición hacia una evolución que no es improbable y que, mientras tanto, se coloca y coloca al mundo en la ruta de la autodestrucción que pasa por el avance de la irracionalidad y los tecnológicos descontrolados. (Nos vemos en el infierno nuclear)
Los demagogos que prometen mundos imposibles, los delirantes que declaran la vuelta a unos momentos de grandeza que ellos no tienen, los vociferantes del freno involutivo y de la imposible parálisis del tiempo, infestan el ambiente político desde el comienzo mismo de la historia. Hay momentos en que no los para nada ni nadie.
Muy a pesar de la experiencia histórica que muestra que este tipo de enfermos, psicópatas incurables, han llevado al abismo a sus países, los han enfermado con su demagogia barata y sus ínfulas sinfónicas, la gente no se cura de montarlos en el poder como mitos, como arcanos, como arquetipos de la buena política frente a los malos que siempre coinciden en ser los otros.
Tropezar mil veces con la misma piedra es de humanos. Lo increíble es que casi siempre hay un orden religioso (no espiritual, no hay que confundir nada aquí) detrás de estos grandes equivocados, esquizoides, oligofrénicos, depravados, malvados, especies increíbles de la fauna de la realidad perturbada y perturbadora.
La religión, la excusa religiosa, suele ser el escudo de armas ideológico-político- psicológico de las conquistas de rapiña, de las mentiras piadosas y otros residuos tóxicos infecto-contagiosos de la guerra por el control social. Debería ser lo opuesto ya que se supone que predican el bien, las bondades del espíritu, la llegada de un mundo cuasi perfecto en el que ya no pululan las contradicciones que llevan al conflicto superior llamado la guerra. No hay tal cosa. La mayoría de las religiones defiende intereses de poder y punto.
Inesperadamente, gente que se creía profundamente entregada a la vitalidad espiritual, se une a lo peor: A agredir inocentes, a masacrarlos y agraviarlos de mil maneras. Gente de su misma especia, de sus mismas inclinaciones y creencias.
El sesgo trágico de la vida y del mundo está ahí, en esas agresiones evitables, en esas actitudes repentistas oscuras, en esos egos poderosos y heridos que de pronto se encolerizan y brincan por encima de los muros de la prudencia hachas en manos, con sed de sangre y encuentran respaldos en la agresión y la mentira que es otra forma de agresión.