“Las improvisaciones son mejores cuando se las prepara”-William Shakespeare.
En su segundo mandato, el presidente Luis Abinader prometió liderar una serie de transformaciones significativas en la República Dominicana, abarcando los ámbitos económico, social y tecnológico. Esta promesa, pronunciada por quien tiene la mayor responsabilidad en los destinos del país, fue recibida con esperanza por gran parte de la ciudadanía, particularmente por los ilusionados con cambios estructurales. Sin embargo, en un contexto donde las promesas de campaña suelen quedar en el camino, había cierta cautela sobre si estas aspiraciones se concretarían o se quedarían en los discursos de las tribunas electorales.
Había motivos para confiar. La formación del presidente como economista permitía pensar que cualquier reforma trascendental, en particular una fiscal, estaría sustentada en un análisis profundo, ponderando sus beneficios y costos. Se esperaba que cada medida equilibrara los sacrificios necesarios con los beneficios prometidos, protegiendo especialmente a la clase media y a los sectores más vulnerables, que han sido históricamente los más afectados por los ajustes fiscales sin recibir compensaciones reales que aseguraran su calidad de vida.
Con estas expectativas, iniciamos la revisión del anteproyecto de Ley de Modernización Fiscal. A primera vista, la propuesta parecía audaz: racionalizar las finanzas públicas, eliminar exenciones desfasadas y fortalecer la recaudación estatal. Una lectura más detallada reveló preocupaciones fundamentales: primero, el proyecto carece del consenso necesario para una reforma de esta envergadura. La falta de diálogo con sectores clave, como la Asociación de Industrias de la República Dominicana (AIRD) y otros gremios productivos, refleja una preocupante ausencia de acuerdos estratégicos que seguramente hubiesen permitido mitigar los impactos sociales y económicos más delicados.
En segundo lugar, entre las disposiciones más controvertidas se encuentran los nuevos impuestos sobre sectores que afectan directamente a la población general. El impuesto anual por circulación de vehículos (Artículo 63) incrementa la carga tributaria sobre los propietarios de automóviles. Aunque la medida diferencia el gravamen según la antigüedad del vehículo, el impacto podría ser significativo para familias de clase media baja y media que dependen de vehículos usados para su desempeño cotidiano. La inclusión de motocicletas también representa un golpe para los trabajadores informales que utilizan este medio como sustento, aunque el aumento propuesto no sea tan elevado.
Por otro lado, los aumentos en los gravámenes sobre combustibles fósiles (Artículos 65 y 66) afectarán de manera directa el costo del transporte y, en consecuencia, la canasta básica. Con la clase media ya agobiada por aumentos en servicios esenciales, estos nuevos impuestos corren el riesgo de empeorar su situación, generando un efecto en cadena en toda la economía.
El anteproyecto contempla algunos estímulos, como la exención del impuesto sobre la renta para micro y pequeñas empresas durante los tres primeros años (Artículo 61). No obstante, las exigencias formales para acceder a estos beneficios podrían limitar su efectividad, ya que muchos pequeños negocios carecen de la capacidad administrativa para cumplir con los requisitos exigidos. Esta paradoja podría dejar fuera a los emprendedores más vulnerables, que son precisamente los que más necesitan apoyo para consolidar sus actividades. Como señala la economista Mariana Mazzucato, el emprendimiento genuino siempre ha contado con respaldo estatal en sus diferentes fases. Sin un apoyo claro y accesible, la exoneración fiscal se quedaría como una promesa vacía para los que más la necesitan.
Otra de las medidas que ha generado preocupación es la contribución de 174.50 dólares por tonelada métrica de Gas Licuado de Petróleo (Artículo 62). Este impuesto afectará tanto a los hogares más humildes, que dependen del GLP para cocinar, como a la clase media, que lo utilizan en trabajos domésticos y en vehículos. Sin políticas claras de mitigación o compensación, el impacto será inmediato y severo, agravando la situación de quienes ya enfrentan dificultades económicas.
La propuesta también elimina incentivos históricos para sectores clave como la educación, el turismo y la industria cinematográfica. La derogación de la deducción de gastos educativos (Artículo 80) afecta directamente a las familias que utilizaban este beneficio para financiar la educación de sus hijos. En un contexto donde la educación es esencial para la movilidad social, esta medida envía una señal preocupante a la clase media, que ya sufre las consecuencias del encarecimiento de la vida. Además, parece fomentar una tendencia desfavorable en un sistema educativo que, de por sí, enfrenta graves deficiencias.
El sector cinematográfico y las zonas francas comerciales también verán recortados sus incentivos (Artículos 74 y 81). Esta reducción podría frenar el crecimiento de estos sectores, limitando la inversión y la generación de empleo en polos emergentes, en un momento en que los sectores tradicionales muestran poca capacidad para absorber la demanda de trabajo.
Si bien algunas medidas, como la exoneración arancelaria para ambulancias (Artículo 64), apuntan al fortalecimiento del sistema de salud, algunos riesgos están presentes. La prohibición de importar ambulancias con más de cinco años de uso podría restringir la disponibilidad de estos vehículos esenciales. Al mismo tiempo, los nuevos impuestos sobre combustibles y transporte aumentarán los costos operativos en sectores clave como la logística, encareciendo productos y servicios sin ofrecer medidas de alivio o subsidios específicos para mitigar los efectos sobre la población más vulnerable.
El establecimiento de un impuesto al consumo en bancas de apuestas y loterías (Artículo 68) está certificado desde una perspectiva recaudatoria. Sería bueno que el gobierno aclare cómo utilizará estos fondos para contrarrestar los efectos sociales negativos que genera esta industria, especialmente en comunidades de bajos ingresos, donde el juego representa una válvula de escape con graves consecuencias económicas.
En resumen, el Proyecto de Ley de Modernización Fiscal refleja la intención del gobierno de fortalecer las finanzas públicas en medio de desafíos internos y globales de gran magnitud y alcances, pero las medidas propuestas corren el riesgo de sobrecargar a la clase media y a los sectores más vulnerables. La eliminación de incentivos estratégicos, junto con el aumento de impuestos a combustibles y transporte, podría agravar las dificultades económicas de la población y erosionar la confianza en las instituciones.
Es urgente que el gobierno ajuste la propuesta, incluyendo períodos de transición más amplios y diseñando programas compensatorios para los sectores más afectados. Solo así se podrá preservar la estabilidad social y fomentar una economía más inclusiva. De lo contrario, corremos el riesgo de que las aspiraciones de cambio queden aplastadas bajo el peso de decisiones unilaterales, dejando nuevamente a los más débiles como al burro, siempre con la mayor parte del peso de la carga bajo las amenazas del palo. No podemos permitir que el eco de las cacerolas, ya perceptible en algunos sectores acomodados, se extienda hacia los rincones donde la pobreza y las adversidades materiales son parte del día a día.