En 2015, estuve en Francia, invitado por la Universidad de Orleans, como profesor, durante un mes. Aproveché la ocasión para satisfacer mi apetito de curiosidad, realizar un sueño (como el de todo escritor) y beberme, por así decirlo, la cultura, el arte y la literatura, de París, “capital cultural del siglo XIX”, como la llamó Walter Benjamín, y “capital de la literatura de América Latina en Europa, durante los años 60 y 70”, al decir de Octavio Paz. Ocasión misma que empleé para visitar –seducido por el mito de sus escritores, la admiración de sus obras, y acaso por fetichismo literario, por ser Paris la ciudad donde grandes escritores vivieron o escribieron algunos de sus icónicos libros,  y como práctica de la antropología funeraria– el cementerio Pere Lachaise y visitar así mausoleos y tumbas famosas como las de Oscar Wilde (blindada con cristal para evitar ser profanada y cubierta de besos, de pintalabios rojos, que estampan los gays, que lo ven como su ídolo y mártir). No pude ver la de Jim Morrison ni la de Edif Piaf, pues, a la hora del cierre, una bocina anuncia el fin de la jornada). Tampoco vi la de Trujillo, que estaba muy cerca de la de Proust, pues fue trasladada, vía terrestre, el 19 de noviembre de 1970, al cementerio de El Pardo, en Madrid, según me ilustra Franklin Gutiérrez, aficionado a esta práctica. Dice una leyenda dominicana de la época, que a la tumba de Trujillo, cuando estaba en Pere Lachaise, iban dolidos antitrujillistas a orinarla, como gesto de desprecio, venganza y satisfacción, para lo cual hacían turismo cultural.

Al regresar, me aboqué a la ingente tarea de leer La búsqueda del tiempo perdido para pagar una deuda de lesa literatura, que pocos lectores, y aun escritores, cumplen, pero que muchos admiten haber leído sin hacerlo (como sucede con Don Quijote: el libro que todo el mundo dice leyó, y que pocos concluyen, pero no lo admiten). Leí el primer tomo Por el camino de Swann y doscientas páginas de A la sombra de las muchachas en flor, y abandoné la aventura de su lectura: Proust, en el primer intento, me venció, como a tantos lectores. No fue sino en 2022, siete años después, cuando, a raíz del centenario de la muerte de Proust (1871-1922), y en homenaje a su memoria, que me armé de valor, constancia y paciencia, e inicié el largo proceso de lectura, que me tomó un año y diez meses: leyendo despacio, lapicero en mano, para saborear sus páginas y metabolizar sus ideas y sus profundas reflexiones, a la par que leía artículos, biografías y ensayos sobre él –que colecciono, y que se publicaron o reeditaron el mismo año.

Los siete tomos son, pues, un mismo libro, una misma obra, un mismo proyecto novelesco, cuyo hilo conductor es el ritmo del tiempo del relato, mucho más moroso que el tiempo de la vida actual, lo cual dificulta su lectura –y hace que se alejen legiones de lectores no avezados, acaso porque Proust se extiende en minuciosas digresiones, largas descripciones y meticulosas narraciones de hechos, anécdotas, situaciones  y circunstancias, evocadas por el recuerdo. Solo los proustianos (como yo), por su fe, pasión y devoción, devoran sus páginas. Para los anti-proustianos, resulta perezoso leer esta larga historia de un jovencito snob, que se queda dormido en su lecho con un libro en la mano. Y que siente una sensación al despertar, de bienestar, tras haberse quedado dormido, y para cuya historia, Proust se toma decenas de páginas, lo cual representa una proeza narrativa para un autor y una hazaña para que el lector no caiga en el hastío. Hay en esa escena, una sensación de entrar en el mundo del sueño o del insomnio. Además, una lección maestra del poder de la “memoria involuntaria”, que se produce cuando Marcel evoca su pasado, a través del recuerdo, al llevarse una magdalena a la boca, tras untarla en té, después de que su madre le trae su acostumbrada taza de té. Al llevarse a la boca el primer bocado, a Marcel se le activa su poderosa y portentosa memoria sensorial (gustativa y olfativa) y experimenta una sensación de suprema felicidad, que lo hizo dejar de sentirse mortal, pues le recordó su infancia. Desde esta sensación sensible se produce un despegue y un impulso del arte de narrar, de modo incesante, in crecendo, fluido e indetenible, que va creciendo a la par con su crecimiento hasta la adultez de su vida real, en esta novela-río. Durante todo el tiempo del relato y de su historia autobiográfica, se desarrolla la historia de su propia vida, que se mantiene estática: no envejece hasta Proust morir, agónica y lentamente, por el asma.

En esta novela intelectual hay dos escenarios, dos caminos: Combray (lugar de veraneo con su familia) y Swann. Proust cierra el ciclo con El tiempo recobrado (obra póstuma), en la que da lecciones de escritura novelesca, con un despliegue insólito de sabiduría, y en la que semeja un filósofo y un psicólogo –en deuda intelectual con Henri Bergson y donde le impone tareas simbólicas a Freud y sus discípulos (hay quienes dicen que Proust llegó más lejos o aportó más que Freud a la psicología, a la mente y a la psique humana). Son lecciones sobre la vida, el amor, la muerte, la memoria y el tiempo como si estuviera iluminado o imbuido de un espíritu superior, de un ser con una soberbia sensibilidad y una superba imaginación, nunca vistas en la tradición novelística. Esta saga literaria representa una poética de la novela, es decir, es la obra autobiográfica par excellence (que recuerda las Memorias de Saint Simon), la epopeya del yo novelesco, de un escritor caprichoso, hipocondriaco, débil e hipersensible a las penas, los dolores y las tristezas del mundo, cuyo estilo de vida alimentó su obra, y cuyo sedentarismo le sirvió para cumplir su sueño, su meta de vida: de escribir hasta la muerte, y de cerrar su ciclo de escritor, con esta hazaña novelesca, que es paradigma del siglo XX, en maestría técnica.

Proust nos revela la sustancia del tiempo; sus temas y sus hechos están hechos del tiempo perdido. La muerte y la vida están hechas de tiempo. Somos hijos del tiempo, que también nos mata y que es el padre de la muerte. Y Proust intentó recuperar el tiempo perdido, a través del supremo recurso de la memoria y de la escritura. Es decir, de los recuerdos como ficción de los hechos y del ritual de la memoria. Nos demuestra que las personas no recuerdan los hechos y las cosas como sucedieron en el tiempo real de la historia, sino que solo la literatura (o la novela) es capaz de dar cuenta de los recuerdos que nos habitan. De ahí que Proust logra una proeza narrativa, un prodigio sin par con su saga novelesca del tiempo y la memoria.

Pese al agotamiento y la extenuación que lo invadían, por sus largas jornadas de escritura –apenas comía–, ahogado por el asma, desvelado, peleando con el sueño, tratando de robarle horas y atentando contra su salud,  excesos que lo llevaron a la muerte, hasta el punto de que se negó, en un acto suicida, a recibir la visita de un médico para tratar su neumonía, pues quería más tiempo para avanzar en los episodios finales y más concentración para cerrar la historia novelada de su vida. Por tanto, su obra es una obra de amor, de la tenacidad, de los avatares contra la muerte y el destino: la expresión de una obsesión enfermiza y la manifestación de una neurosis compulsiva de escritura. Producto de una desdicha, esta saga novelesca es, además, la obra de un largo sufrimiento y la satisfacción de una represión y de una prohibición de placeres. Resultado de un encierro voluntario e hipocondriaco, representa una huida de la naturaleza y de la vida gregaria. Proust convirtió así el aburrimiento y el tedio en acción y en acto de escritura como una transgresión social. Escribir ejerció para Proust una fuerza de atracción y seducción que se convirtió no solo en un instrumento de resiliencia sino en un mecanismo de salvación y liberación del “mundanal ruido” y de la vida social.

En busca del tiempo perdido fue su proyecto de vida, su empresa de escritura: la historia de su memoria volcada en prosa. Constituye la consumación de una obra escrita durante la vida de su autor, que terminó convirtiéndose en su vida misma: en la vida como novela y en la novela como vida o biografía. De ahí su carácter puramente autobiográfico. La obra clausura su trama con el punto final y la muerte de su autor real, impedido de corregir, editar y ver la última versión del manuscrito. Es la representación de un Libro que no concluye hasta que el escritor exhala su último hálito: cierra su argumento hasta convertir a su autor, en mito, en una víctima sacrificial, consumido por el tiempo de la escritura. Así pues, en su búsqueda del tiempo psicológico, para consagrar la memoria, encuentra su meta, logrando recobrar su tiempo vital, y el sueño más fantástico y real, de sus noches de insomnio. Su búsqueda del tiempo perdido fue una manera de buscar el absoluto, de alcanzar la totalidad del mundo, a través de la escritura, de conquistar la eternidad simbólica de su vida,  mediante su Obra. Asimismo, fue una forma de consagrar el tiempo real y derrotar, simbólicamente, el tiempo de la muerte. O una vía de escape al dolor, un refugio en la memoria, de cómo la escritura se convierte en antídoto contra la enfermedad, en terapia para disipar el miedo a la muerte inminente. Obra y vida, novela y escritura, tiempo y memoria se hermanan e intercambian. En Proust, la escritura es un acto de amor y una filosofía de vida, y la novela, el único trabajo de su vida: la única tarea con la que quiso inmortalizarse y dejar un testimonio de su tiempo en la tierra. En efecto, hizo del tema del amor la materia prima de su obra narrativa, en la que los celos se vuelven el infierno de la vida amorosa. La escritura novelesca, pues, se transformó, simbólicamente, en una experiencia sagrada, en la usurpación del lugar de la religión, es decir, en un ejercicio intelectual, en una aventura intransferible de la memoria y de la imaginación letrada.