Resulta frecuente limitar el tema de la ética en la Administración pública al problema de cómo prevenir la corrupción. Pero lo cierto es que, si bien la corrupción estructural es una de las principales debilidades en nuestras prácticas institucionales y cotidianas, existen otros problemas igualmente acuciantes.

En este sentido, el comportamiento del servidor público no se limita solamente a seguir el principio de honestidad o el de integridad, sino que conlleva interiorizar una serie de principios y valores éticos que se encuentran explicitados en el Artículo 77 de la Ley No. 41-08 de Función Pública (Microsoft Word – Ley No. 41-08 sobre la Función Pública y crea la Secretaria de Administración Pública.doc (sb.gob.do)).

Los primeros dos principios éticos de la ley son realmente valores: la cortesía y el decoro. Los principios éticos son fundamentos o nociones universales que sirven de referentes para la conducta, mientras que los valores éticos constituyen cualidades particulares que se derivan de un principio ético. En este caso, la cortesía y el decoro se derivan del principio de La dignidad humana. La auténtica cortesía -no meramente protocolar- y el decoro, entendido en el texto como el respeto hacia la ciudadanía que solicita un servicio, presupone el supuesto de que todos los seres humanos tienen un valor intrínseco que los hace iguales y los hacen merecedores de nuestra deferencia.

En el texto, aparecen como principios los valores de la disciplina y de la lealtad. Por disciplina se entiende el cumplimiento de la normativa administrativa y del derecho público, mientras la lealtad se comprende como la expresión constante de fidelidad al ordenamiento jurídico del Estado. Ambos valores apuntan al principio de imparcialidad o el respeto a la justicia encarnada en las leyes que son la base del tratamiento igualitario de la ciudadanía y de la institucionalidad que regula las decisiones restringiendo el capricho arbitrario de las autoridades públicas, la voluntariedad que fundamenta una sociedad autoritaria.

Además, podemos relacionar dentro del texto los principios de honestidad, probidad y pulcritud, en tanto que remiten a una disposición a actuar de acuerdo con el bien y la justicia, no en función del temor a las consecuencias punitivas que podrían derivarse de las acciones deshonestas, sino porque se ha interiorizado la acción virtuosa como un bien apreciable por sí mismo.

La vocación de justicia, entendida en el texto como aquello que nos impone actuar con equidad, sin discriminaciones basadas en prejuicios de religión, ideología política, etnia, estatus económico o social; junto a la vocación de justicia, entendida como la disposición a entregarse a la acciones acordes con los deberes o trabajos encomendados, se derivan de los principios de equidad y de solidaridad, en la medida que, basándose en la actitud de cuidado hacia todas las personas, especialmente las más vulnerables, se cimentan las prácticas dirigidas a actuar en función del servicio al otro en su corporalidad y diversidad.

La discreción es otro valor que aparece en la ley y alude a la responsabilidad de mantener la confidencialidad en torno a informaciones conocidas gracias al ejercicio de una función pública. Se refiere a casos donde la divulgación de las informaciones puede afectar la seguridad pública, así como lesionar el derecho a la privacidad o la integridad de la ciudadanía.

El cumplimiento de estos principios y valores en la Administración pública apuntan a un fin: el bien común. Este es el único horizonte que puede guiar una comunidad de seres humanos trascendiendo los intereses particulares hacia la realización de un auténtico proyecto de sociedad más próspera, justa y sostenible.