En aquellos tiempos (año 1985) una de las razones por la que el suministro de alimentos en las prisiones era deficiente, aparte de la corrupción en la administración de los fondos destinados para comprar artículos alimenticios, era la existencia de puestos de venta de galletas, pan, latas de sardinas y de salchichas, queso, mortadela, jugos, leche, etc., en los pasillos de los pabellones de las celdas comunes. Estos puestos de venta o “colmaditos” eran atendidos por reclusos o internos, en coordinación o complicidad con los coroneles y capitanes de puesto en los diferentes centros carcelarios, y por tanto había interés en que existiera la necesidad de comprar los citados productos.

Situación incorrecta y contraria a la Ley que no cesó, a pesar de que por incurrir en irregularidades y corrupción en las prisiones, se botaron (cancelaron) diecisiete militares y policías, la mayoría de altos rangos, como se dijo precedentemente.

Ante la pregunta: ¿Por qué no sometían a la Justicia a los oficiales militares y policiales responsables de esos hechos?

La respuesta es: En primer término, resultaba difícil probar la mala administración en las referidas compras (adquirir productos de baja calidad a precios altos).

También resultaba dificilísimo o imposible que los reclusos, así como los militares y agentes policiales subalternos, testificaran en un tribunal en contra de los oficiales superiores de la prisión.

Recordemos que solo los presos o reclusos (internos) y los militares o los policías eran testigos de la calidad y la cantidad de los alimentos que llegaban a cada penal, y por tanto, eran las mencionadas personas las únicas que podían ser testigos a cargo, y no lo hacían, con el pretexto de que desconocían esos hechos. Actitud asumida seguramente por temor a ser víctimas de represalias.

Edgardo Hernández Mejía supervisando una cárcel bajo la custodia y administración del Ejército Nacional.

También es oportuno hacer constar que lo narrado ocurrió mucho antes de la entrada en vigencia del Código Procesal Penal, el cual cambió el alcance de la competencia para conocer, procesar y sancionar estos casos.

En aquel tiempo la capacidad legal para enjuiciar y decidir este tipo de comportamiento delictivo era de los tribunales militares (Consejos de Guerra) y de los tribunales policiales (Tribunales de Justicia Policial), y eran los fiscales de esos tribunales los que tenían a su cargo impulsar y sustanciar la acusación. Realidad que hacía inoperante los sometimientos ante esos estamentos especiales de justicia.

En cuanto a los puntos positivos y a las conquistas que logró la entonces recién creada Dirección General de Prisiones se encuentra la departamentalización de esa nueva Dirección General.

Se remodeló el área donde estuvo la biblioteca de la Procuraduría General de la República y se alojaron allí, en diversas oficinas: a) El Departamento de Criminología (el cual tenía a su cargo expedir certificaciones del historial de condenaciones o de no condenaciones penales); b) El Departamento de Salud o Sanitario; c) El Departamento de Educación (el cual también promovía los deportes); d) El Departamento Jurídico; e) El Departamento de Inspección; f) El Departamento de Asistencia Post-Penitenciaria, el cual se auxilió y recibió gran apoyo de la Pastoral Penitenciaria (de la Iglesia Católica), que abrió varios locales para socorrer y orientar a los ex reclusos, bajo el nombre de “Casas del Redentor”.

Esos departamentos de la entonces recién creada Dirección General de Prisiones, iniciaron sus labores haciendo camino al andar, y se fueron perfeccionando gradualmente.

El único antecedente que había en la Procuraduría General de la República en materia de prisiones, era la llamada “Sección Penitenciaria”, sin funciones organizativas en las cárceles del país y sin ningún personal técnico. Esta “sección” se limitaba a tramitar el pago por concepto de alimentación de reclusos, en base a la cantidad de presos que mensualmente reportara (con copias de órdenes de prisión y de libertad) cada una de las cárceles públicas del país. Asimismo, esta “sección” tramitaba al Procurador General de la República, cualquier solicitud o queja recibida de los reclusos o de los encargados de los penales del país.

En cuanto al campo de la salud en los reclusorios o prisiones, se contrató al Dr. Rafael García Álvarez (como igualado) principalmente para tratar los casos de reclusos con adicción a las drogas narcóticas.

Además, se habilitaron dispensarios médicos y enfermerías en las principales prisiones del país (las más grandes) y se nombró un personal profesional en los mismos.

En ese orden, el Secretario de Estado de Salud Pública, Dr. Amiro Pérez Mera, se encargó personalmente de que se enviaran periódicamente medicamentos esenciales a esos dispensarios médicos y enfermerías, aunque en cantidades limitadas.

Desde luego, en casos de emergencia médica o de situaciones complejas, se trasladaban los reclusos a un hospital público como siempre se había hecho.

Edgardo Hernández Mejía hablando a los oficiales y otros miembros de la Policía Nacional en la Penitenciaría de La Victoria.