Despojados de capa, cetro y corona, carentes de túnicas bordadas en oro; mucho menos ataviados en barrocos uniformes militares salpicados de medallas, barritas multicolores, charreteras, trenzas doradas, o imponentes quepis de saliente escudo, los presidentes norteamericanos – en trajes grises, corbatas discretas y zapatos negros relucientes – se perciben como líderes de poder absoluto.

Harry Truman, siendo presidente, ordenó el bombardeo atómico sobre Japón; Lyndon B. Johnson impuso la guerra en Vietnam. Mandan a invadir países, quitando y poniendo gobiernos por medio mundo cuando se les antoja. En esa nación han llegado a gobernar abogados, políticos de carrera, ingenieros y actores que, sin importar sus orígenes, al minuto de ser juramentados, ejercen como emperadores romanos.

En camisita, jugando golf, altos o bajitos, cultos o incultos, mujeriegos o corruptos, imponen respeto. Pero cumplido su mandato, se desvanecen en la tranquilidad de sus propiedades (adquiridas antes de ser presidentes) acompañados de familiares; unos cultivan maní, otros crían caballos, escriben memorias, publican libros y ofrecen conferencias donde los llamen. Eso sí, ni activos ni retirados se consideran intocables o inmunes al peligro.

Recordemos el asesinato de Abraham Lincoln, el de los Kennedy, la renuncia de Nixon, el escándalo de Clinton, y otros momentos históricos que hablan de la vulnerabilidad de esos líderes. En la actualidad, sabemos de la profusión de sometimientos que sufre el díscolo de Donald Trump quien, pagando fianza, pudo evitar prisión.

Ayer, enterándome del encartamiento del aspirante republicano, repentinamente pude darme cuenta de mi equivocación; llegué a pensar que esos gobernantes del “imperio” eran inmunes a la ley. De ninguna manera. A pesar de haber sido árbitros del mundo tienen que rendir cuentas ante la ley; ante una justicia que sigue siendo la base de sustentación del debilitado imperio norteamericano.

Resulta ser – atengámonos a los hechos – que los presidentes más poderosos del mundo, esos que se ríen de la ley, no son de allá sino de aquí. Nuestros tres últimos han resultado ser incuestionables, no rinden cuentas, ni son requeridos por tribunal alguno. No llaman la atención de los fiscales ni de los jueces. Mucho menos piden perdón.

Leonel Fernández, Hipólito Mejía y Danilo Medina, son más temidos que aquellos que gobernaron y gobiernan a Estados Unidos y parte del mundo. Disfrutan de una misteriosa impunidad que ni los zares rusos pudieron mantener.

El poder político y económico que acompaña al hoy investigado y sometido expresidente Trump es mucho mayor que el de nuestros tres expresidentes bananeros juntos. Él mantiene tanto poder como para asustar y disuadir cualquier acusación en su contra. Al menos, eso pensaríamos por aquí.

Pero no, en los Estados Unidos la justicia ni es timorata ni temerosa. Igual que cualquier ciudadano ha sido sometido, sin importar amenazas ni atender a protestas. Entonces, podemos afirmar con certeza, que a nuestros tres inefables expresidentes se les teme más que a quienes mandaron en oriente y occidente.

Será por eso que el dominicano entiende el significado de “sí, pero no” e intuye las profundidades cómplices del “Deja eso así…” Frases que contienen y verbalizan el enredo desgraciado de la complicidad colectiva e institucional que seguimos sufriendo.