"Antes que nada ser verídico para contigo mismo. Y así, tan cierto como que la noche sigue al día, hallarás que no puedes mentir a nadie." (Hamlet).

¿Qué le ocurre al ser humano? ¿Qué nos está sucediendo? Lo cierto es que no tengo respuestas sino más bien innumerables preguntas, material suficiente para darme al menos pie que me permita adentrarme por  terrenos de reflexión, aunque estos no conduzcan hacia ningún lado. La respuesta no es siempre el final si no ofrece recorrido que permita un respiro a la mirada. Una mirada que en todo caso temo ha de ser poco complaciente, dado que tiendo a ser descreída acerca de la materia que nos construye.

Nuestro mundo se ha convertido en una intrincada maraña de pequeñas decepciones cotidianas. A partir de esta realidad incuestionable, se van gestando problemas emocionales de distinta índole en el interior de un individuo que, en términos generales, se siente poco preparado para abordarlos. Si a ello añadimos un sinfín de deseos nunca satisfechos, expectativas que no llegan a tomar forma, sueños truncados e ideales rotos por el camino, tenemos como resultado un hecho difícil de rebatir: somos personas frágiles siempre a punto de la quiebra. Dice Haruki Murakami: "los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad”. Y creo sinceramente que es así. Y creo a la vez que el ser humano solo es capaz de salvarse a sí mismo desde el conocimiento de su más íntima verdad y con la certeza de que tan solo desde la aceptación de nuestra propia debilidad podemos sobrellevar la derrota.

El ser humano puede y debe aspirar a la armonía. Puede y debe luchar por sus sueños y perseguir sus deseos, aún sabiendo de antemano que estos tienen un pronóstico de carácter casi siempre reservado y sujeto a la imprevisión. Y me pregunto por qué entonces no somos capaces de lidiar con la decepción inherente a todo cuanto emprendemos. Nadie es capaz de prever la conducta humana. Somos cada vez más volubles, más inconstantes y caprichosos. Como niños anhelamos respuestas rápidas, el premio en la mano sin ofrecer nada a cambio. Somos yoistas, arrogantes, manipuladores y ciegos al dolor ajeno; seres temerosos que zozobran al menor golpe de viento. Somos todos, por debajo de la capa de barniz que endurece el acabado, personajes de opereta inseguros, veleidosos y de lasa voluntad, contradictorios, y pese a todo ello a veces capaces de llevar a cabo hechos tan desinteresados y valientes que hacen palidecer hasta desdibujar tan devastador panorama. La naturaleza dual de todo ser humano origina, salvo casos excepcionales de maldad o bondad extrema, una permanente lucha interna y una falta de adecuación a la realidad del rol que secretamente nos asignamos. La bondad no se paga con bondad, ni el insulto ocasiona siempre respuesta airada. El amor y la lealtad no certifican ni aseguran recompensa. La verdad no tiene precio y el que se obtiene no siempre corresponde al trabajo y los esfuerzos invertidos en alcanzarla. ¿Cómo no titubear entonces ante una hoja de ruta errática y confusa que parece no llevarnos nunca al lugar que pretenden nuestros pasos?

Con cierta regularidad nos asaltan desde distintos medios frases reveladoras, eslóganes que tratan de protegernos y que añaden aún más confusión. "No debes formular expectativas". "Deja que la vida fluya, si algo tiene que llegar llegará".  "La vida da a cada uno lo suyo y pone a cada uno en su lugar". "La trampa campa" escuchaba yo de pequeña, pero no siempre campaba y el tramposo se iba de rositas. Y yo me pregunto cada día si ya no es lícita la esperanza, si no tiene cabida el hecho de esperar la cortesía y la ternura, el amor que con idéntico amor se paga, la bondad desinteresada y el elogio sincero. Me pregunto si no tengo el derecho y también la obligación de intentar ser coherente con las normas que me dicto, de refrendar con hechos mis palabras, de advertir de mis pecados para que nadie mese sus cabellos y se entregue a posterior desencanto. Me cuestiono cada día qué fin oculta la mentira y por qué ofrecerme el engaño cuando tus ojos me dicen que como bellaca mientes.  Y pienso qué me lleva a ignorarte si no te ofrezco razones, y por qué siembro confusión en vez de asfaltar caminos y hacerlos transitables.

Lo advertí y no suelo advertir en vano. Estoy llena de preguntas y escasa de argumentos que ofrezcan respuestas satisfactorias a tanta cuestión que desde siempre me preocupa y que lejos de decrecer con los años cada vez se torna más angustiosa. Hay sin atisbo de rencor ni desesperanza, tal vez por qué jamás albergué sentimiento alguno en este sentido al que la vida pudiera enmendar la plana,  un pensamiento que me persigue casi desde la infancia, esa mirada desesperanzada y sin embargo comprensiva aún a mi pesar, hacia esa naturaleza -fácilmente sobornable a bajo coste- que nos construye.