Todos los años somos espectadores de la llegada de los huracanes a nuestra zona caribeña. Mostrando una alta pluviometría, estos gigantes atmosféricos arrasarán con construcciones y sembradíos de nuestros campos. La llegada desde zonas africanas será cronometrada por los organismos oficiales y se convertirá en un fenómeno de alta peligrosidad.
En la medida en que entran en nuestra escena, queremos saber el nivel que tienen en la escala Saffir-Simpson, si son categoría 3, 4 o 5, atendiendo a la presión central, la marea, los daños potenciales y la velocidad de los vientos.
Resulta muy común entrar en The Weather Channel y en la página del Centro de Huracanes de Miami, donde tienen actualizadas las informaciones. La población está atenta al hecho de que cada año, sin faltar a la cita con nuestra tierra, estas tormentas vienen a azotarnos con sus aguas y sus vientos. La gente se prepara, corre la voz y toma las medidas que para tal efecto instruyen las autoridades: alejarse de las fuentes de agua, tomar precauciones en las casas y los que están en lugares vulnerables, asistir a los albergues.
Mucha gente recuerda el momento en que en Discovery se nos contaba cómo un avión penetra en el centro del huracán, dándonos una importante serie de datos e informaciones. La tecnología empleada por este avión caza huracanes (Hurricane Hunters), es de avanzada. Son tripulados por personal de la Marina, la Fuerza Aérea y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA). Como saben los especialistas, estos aviones penetran en el huracán a altitudes que van de 500 pies hasta los 10,000 pies de altura.
Son muchos los que han creído que meterse en el ojo del huracán es algo riesgoso. Sin embargo, es de entender que tenemos especialistas que pueden entrar en la tormenta y generar todos los datos conocidos: presión barométrica, amplitud del ojo, velocidad de los vientos, velocidad de traslación, etcétera. Se hace notablemente una cuenta regresiva que calcula el momento exacto en que el ojo pasará por nuestras calles, entrará por algún lugar y tendrá un radio de acción que puede no ser el previsto por las autoridades, por los técnicos en meteorología o por los predictores especializados en determinar la trayectoria.
Con los datos en sus escritorios, los especialistas predecirán cual será el impacto en la infraestructura de acuerdo al nivel de potencia que se le vea a la tormenta. Por esta razón, los modelos meteorológicos son importantes en el análisis que se hace en las horas previas a la llegada del fenómeno. Un huracán que tome categoría 4 será más peligroso que una leve tormenta manejable desde el punto de vista estratégico y logístico.
Es notorio que cuando esto ocurra la gente de Santo Domingo y de otras partes de la isla, tenga miedo a salir a la calle. Los postes de luz tirados en el suelo, o que pueden caer en cualquier avenida producto de las ráfagas de viento, así también la ocurrencia de relámpagos y truenos, representan un peligro real que todos debemos vigilar porque puede ocurrir en cualquier momento, con los chubascos o con los vientos fuertes.
Durante la tormenta, la gente permanece en sus casas por recomendación de los organismos de socorro y se mantienen informados con los partes oficiales y las recomendaciones de Onamet y del COE, oficinas que han sido bastante elocuentes en sus servicios al público. Estas declaraciones públicas son comunicadas con cierta regularidad por Twitter, por la tele y por la radio nacional.
Bajo las inclemencias del agua, se da un fenómeno interesante que no veíamos en las décadas de la ocurrencia de David: ahora cualquier persona armada de un celular puede convertirse en un reportero. Bajo el temporal que se arma y que a todos amenaza, este ciudadano testifica los desastres en una cuadra de la ciudad, o también en un sembradío desbaratado por el impacto de los salvajes vientos. Uno de los más graves problemas de las tormentas es que el alambrado queda en el suelo, anulando la pervivencia de los semáforos, dificultando así las vías del flujo del tránsito que se tornan muy peligrosas.
Resulta desde muy temprano en la época colonial cuando se registran los primeros huracanes que vieron y sufrieron los españoles en el Nuevo Mundo, (la ciudad de la Isabela quedó destruida por el paso de uno en 1495). Pasaron muchos años, varios siglos, para que llegara el ciclón de San Zenón que ocurrió hace ya 93 años y que según los testimonios de la época, fue tremendamente devastador, al punto que Trujillo tuvo que reconstruir la ciudad. Fue una intervención que, delante de todos, adquiría ribetes mesiánicos.
Evidentemente que Trujillo sacó beneficios políticos del evento meteorológico. Se reconstruyó la ciudad que era lo necesario después de tal catástrofe. En la memoria de nuestros abuelos, los que aun los tienen, estos acontecimientos deben estar resguardados. Quién vigila la prensa de la época, se da cuenta de todo lo que ocurrió: devastación, problemas del abastecimiento del agua, y muertes por doquier.
Todavía hay discusión sobre si San Zenón fue tan destructor como David, o si fue más destructor. Se han escrito libros muy importantes sobre el fenómeno, libros de una alta trascendencia porque nos hablan de los mecanismos de estos fenómenos, y las maneras que podemos tomar en cuenta para salvar vidas.
Para aquella época, se consideró entonces que San Zenón fue “la madre de las tormentas”, algo que no se había visto en mucho tiempo. En un ejemplo de efectividad inmediata, claro que dirigidos por la mano férrea, entraron en funcionamiento los organismos del Estado para suplir ayuda en un momento tan aciago. Por esas lecciones históricas es que debemos tener cuidado, porque como dice el refrán: “estamos en el mismo trayecto de los huracanes”. Vienen todos los años indefectiblemente y meter la cabeza como el avestruz bajo la tierra, nos dejará expuestos a los vientos, las aguas y los relámpagos que acarrean estos fenómenos, considerados por los taínos como un dios.
Muchos recuerdan el ciclón David como lo más catastrófico que vieron en todas sus vidas. Recuerdo que el oleaje del Malecón era verdaderamente devastador y alto, la mara estaba picá, como se dice popularmente. Quien se paraba en la avenida George Washington corría el riesgo de ser inundado para no decir que podía ser arrastrado por los vientos que, ahí están las fílmicas, arrastraban los carros como si fueran de juguete. David fue tan destructor que en la memoria de los contemporáneos, los que han ocurrido luego, incluyendo al mismo Georges, no han sido sino “más manejables”. David zarandeó matas y las sacó de raíz, lanzó carros unos encima de otros, tumbó edificios enteros, destruyó grandes sembradíos y dejó una estela de muerte a su paso.
En todos estos siglos, desde los tiempos coloniales, los huracanes que han pasado por la isla son muy recordados, al tiempo que podemos decir que ahora se agrega el factor del estudio del cambio climático, un tema que ha movido la pluma de especialistas. No entraremos aquí en una disección técnica de lo qué es el cambio climático, se hacen modelos computarizados, pero sí podemos decir que es “la modificación del clima que ha tenido lugar respecto a su historial a escala regional y global” (Manos Unidas). Se nos ha dicho en los cónclaves que la destrucción de la capa de ozono exige de nosotros, de acuerdo a los convenios internacionales, de controles en la emisión del dióxido. Poco a poco, la población mundial se ha hecho consciente del tema, aunque falta todavía mucho.
Cuarenta años más tarde, los dominicanos recordamos cuando vino David, pero también cuando vino Flora y Federico, al tiempo que también recordamos el desastre de la Mesopotamia en San Juan de la Maguana, un lugar donde perecieron muchos arrastrados por las inclementes aguas de un río desbordado en el huracán Georges. Una gran parte de los dominicanos vio las fílmicas de lo ocurrido durante Georges, de modo que esto no es un juego para niños, y es de entender que la planificación es mucho pero también puede decirse que es una de las herramientas que los organismos tienen para enfrentar “lo que venga”.
Como nos dicen los cronistas de nuestra historia colonial, los indios taínos tenían plena conciencia del Huracán. Este venía todos los años y desbarataba sus cosechas y destruía sus caneyes (casas de madera y paja), dejándolos en un estado crítico. Imagínese lo que tenían que hacer los taínos para protegerse de los huracanes: algunos podían meterse en cuevas profundas, pero la mayoría no tenía sino que huir de las lluvias y resistir, a como diera lugar, el embate peligroso de las aguas.
Las crónicas históricas dan cuenta de esos desastres, pero también de los terremotos que ocurrieron en la isla bien entrado los primeros años de conquista española, quedando registrados de manera fidedigna.
Todos los años recibimos en nuestro país a un cúmulo de tormentas que no llegan todas a adquirir el nivel devastador que tuvo Georges, o que tuvo María en Puerto Rico. No obstante, las lluvias que cualquier vaguada pueden tornarse peligrosas porque los ríos se desbordan, hay desplazados y la gente tiene que refugiarse en los albergues que los organismos de socorro –Defensa Civil, COE, Cruz Roja, Bomberos y Meteorología– disponen para tal efecto.
Quiero referirme aquí al desastre que fue María para la vecina isla de Puerto Rico, un huracán que dejó muchos daños en la infraestructura, al punto que las cifras para recuperar el país, tomaron niveles récords para las agencias federales y para el gobierno norteamericano.
Un huracán tremendamente devastador fue el Huracán Katrina que hizo sus efectos en Nueva Orleans hace algunos años. Como se sabe, la ciudad fue totalmente destruida y su reconstrucción costó una millonada para el gobierno. Aún hoy, quien visita la ciudad se da cuenta de los efectos causados por el paso del huracán. Es de entender que en los próximos años, también para nosotros, puedan ocurrir desastres semejantes, lo que implicaría más erogación de recursos y más esfuerzos para paliar las consecuencias dramáticas: muertos, desplazados, refugiados, edificios derrumbados, carreteras destrozadas, caminos inundados, puentes inoperables o completamente destruidos, falta de electricidad, agua potable y alimentos.
En el caso del huracán María en Puerto Rico, hay disparidad en la cifra de muertos: un estudio de Harvard la eleva a 4,645 personas, en tanto que para el gobierno sorprendentemente solo murieron 64 personas. En el caso de los daños materiales causados por el huracán Katrina en Nueva Orleans, se estiman en la friolera de 170, mil millones de dólares. Causó la muerte de 1,836 personas, aunque otros consideran que la cifra es más elevada.
Para hacer un poco de memoria, según los datos publicados en los medios, el huracán David, que ocurrió en 1979 durante el gobierno de Antonio Guzmán, hizo daños por un total de mil millones de dólares. Los cultivos del país fueron dañados en un 70 por ciento, y una nota curiosa es que el huracán no hizo tanto daño en Haití porque ya había pasado por nuestro país, y se encontraba debilitado debido a la interacción con las montañas.