En Una novela criminal, Jorge Volpi afirma que si la posverdad existe no se relaciona tanto con el hecho de que los poderosos mientan de manera sistemática, como que discriminar entre la verdad y la mentira ha devenido irrelevante (p.377).
La aclaración ya había sido realizada por el filósofo Harry Frankfurt (On bullshit), tomando distancia de quienes interpretan el término posverdad como una forma distinta de referirse a la mentira. El acto de mentir, afirma Frankfurt, presupone una preocupación por la verdad pues existe el intento de ocultarla, de distorsionar los hechos. En otras palabras, el mentiroso no es indiferente a la verdad, la reconoce, aunque pretende traicionarla.
Por su parte, la posverdad se relaciona con la indiferencia. Este vocablo proviene del latín indifferentia, “la cualidad de no distinguir”. En este sentido, la posverdad alude a una falta de discriminación y a una despreocupación por la verdad, por las evidencias, por los hechos.
El debate público de las democracias occidentales siempre requirió de unos referentes comunes y de un acuerdo sobre los procedimientos para aceptar determinados consensos, aunque no se estuviera de acuerdo con las conclusiones. Un ejemplo de ello son los procesos electorales -sean las clásicas elecciones o los referéndums- donde la ciudadanía acepta la existencia de unas reglas de juego comunes acatando los resultados, aunque pretendan modificarlos, posteriormente, mediante las mismas reglas del juego democrático.
La era de la posverdad revienta los referentes comunes. Potenciada por la era de las redes sociales, encierra a los individuos en burbujas virtuales que operan como tribus digitales, subcomunidades que reciben la misma información relacionada con sus gustos y creencias, en contraposición a otras subcomunidades que reciben contenidos relacionados con sus perspectivas del mundo. Así, se acentúa una afectividad exagerada que prioriza las identificaciones tribales (partidarias, religiosas, culturales) por encima del debate racional y crítico.
De modo paulatino, se va produciendo un quiebre en el fundamento mismo de la democracia, pues se va diluyendo el espacio público común donde ella nace y se sustenta. A quienes difieren se les percibe como individuos peligrosos y malignos, propiciando una atmósfera del odio aprovechada de los lideres irresponsables y populistas que obstaculizan cualquier conversación saludable.
¿Cómo lidiar con un entorno tan reacio a la construcción de una sociedad abierta? Formulada esta pregunta, sale a relucir la cuestión de la educación. Pero el grave problema de la educación actual es el compromiso con supuestos que acentúan un entrenamiento tecnocrático carente de experiencias sistemáticas y continuas de debate crítico y la ausencia de entornos de aprendizaje que adiestren cómo pensar la mirada, la estructura y los contenidos de las redes sociales.
Si la era de la posverdad se centra en una emotividad indiferente a la discriminación e incrementada por las plataformas digitales, las democracias actuales requieren de una educación afectiva que potencie las habilidades inherentes a los saberes de la ciudadanía. Uno de los grandes desafíos actuales consiste en desmontar el mito de la educación competitiva que reduce al estudiantado a un simple trabajador para el mercado, un consumidor que alimenta las mismas plataformas que, si solo se orientan comercialmente, potencian el quiebre de las sociedades democráticas.