El título con que encabecé originalmente este artículo para hoy lunes 6 de marzo, a solo dos días del Día Internacional de la Mujer, lo había titulado Docentes – ética – estudiantes. Sigo pensando que los acontecimientos de las últimas semanas en educación no deben ser tomados, de ninguna manera, como casualidades, pero tampoco solo como las manifestaciones de algún tipo de cultura o estructura social determinada, pues al final de cuentas eso solo, no nos va a permitir superarlos; hace falta que hagamos de ellos una oportunidad para repensar la educación y la escuela, y con ello, la apuesta por un sentido de la vida más congruente con la vida humana misma.

Dos acontecimientos distintos me interpelan, el primero, el que tuvo que ver con el fallecimiento de una joven adolescente en una escuela de la Regional 12 de educación en que se involucra a un maestro; el segundo, la paralización de la docencia luego del asueto del fin de semana incluyendo el lunes por ser el Día de la Independencia. En realidad, son dos cosas muy distintas, la primera que puso fin a una vida en cierne, constituyéndose en un hecho criminal; la segunda, que viola el derecho a la educación de los y las estudiantes. Ambos casos nos obligan a retomar cuestiones éticas que envuelve y le da fundamento a la educación escolar.

La educación es un bien público de gran trascendencia. Mucho se ha dicho ya del papel que tiene para el desarrollo de los pueblos. Una ciudadanía educada y con conocimientos plenos de sus deberes y derechos se constituye en un activo de suma importancia cuando de aspiraciones sociales se trata. ¿Por qué no aprovechar entonces estos acontecimientos para reflexionar sobre el sentido de educar?

Ser maestro es una ocupación al mismo tiempo que un servicio público que a quienes la ejercen, los coloca como actores claves en el desarrollo social a través de los procesos de desarrollo y aprendizaje de los niños, niñas y adolescentes que les toca acompañar en un período importante de sus vidas. La educación debe asegurar el desarrollo de las habilidades y competencias fundamentales y necesarias para la vida de todos esos sujetos que acuden a sus aulas, con la esperanza de que en ella se les dará la oportunidad de llegar a “ser alguien” en su vida futura. De ahí que la escuela (pública o privada) es la institución social que hace o debe hacer posible que las políticas públicas educativas se conviertan en realidades.

El ejercicio de maestro es el de un profesional con las competencias necesarias, avaladas y certificadas por una institución de educación superior, para que los procesos de transformación contenidos en el currículo se lleven a cabo con eficiencia y de conformidad con el conocimiento disciplinar y humano, que éste prescribe. La ley define el ciudadano que quiere desarrollar, el currículo transforma sus fines y propósitos en propuestas concretas por niveles y subsistemas, y el profesional docente contratado mediante concurso, gestionará los recursos y oportunidades para hacer realidad dichas aspiraciones.

En la dinámica interna de la escuela, se generará un conjunto de relaciones entre los sujetos que confluyen a ella, las mismas estarán permeadas por las competencias profesionales como de sus características psicológicas personales. Por supuesto, también por las características y particularidades, sociales y culturales, de todos los que confluyen a ella. La escuela, por supuesto, es una organización enclavada en una realidad social y cultural determinada, donde los roles y relaciones de los sujetos cobran particularidades muchas veces insospechadas.

En ese marco, los dilemas éticos como la deliberación moral sobre los comportamientos de estos sujetos, debe tener la oportunidad de ser estudiados y analizados en el mismo contexto escolar, posibilitando que dichas actuaciones puedan ser previstas, evitando así que no traspasen los límites de lo humano y profesionalmente aceptable.

Como actividad fundamental en los procesos de construcción de ciudadanía, la de educar se sitúa en una dimensión eminentemente ética. Como profesión, la de educar, cobra matices desafiantes ya que su ejercicio supone valores sociales y personales de trascendencia. Así, el maestro debe tener la oportunidad permanente de reflexionar sobre su práctica educativa, que traspasa los límites del aula, guiado por principios y valores fundantes del buen decir y del buen actuar.

Estos principios éticos no pueden solo dejarse por supuesto, sino que deben ser permanentemente retomados y pensados en la cotidianidad del ejercicio docente. El maestro, como ser humano, se enfrenta a la vida a partir de sus creencias, como de sus necesidades y características particulares, muchas veces enardecidas por una determinada cultura política, como de un mundo hipersexualizado, como el que nos toca vivir hoy.

Por supuesto, aunque la existencia de la ley no es garantía del buen vivir ciudadano, como tampoco lo sería la existencia de los comités de ética escolares; estos últimos, sin embargo, pueden contribuir a mantener en la mente de todos principios fundamentales de convivencia humana positiva.

A propósito del Día Internacional de la Mujer, hago mío lo que ya otros han dicho antes, la escuela debe posibilitar el modelamiento de comportamientos comprometidos con la construcción de una ciudadanía responsable y apegada a principios de convivencia pacífica y la paz, al mismo tiempo que debe ser un espacio donde la integridad física y emocional de los y las estudiantes esté debidamente asegurada.