La prensa del 2 de septiembre nos informa que el gobierno acaba de donar $15.9 millones a la Iglesia Católica para la remodelación de un templo en Cotuí, dando así continuidad al festival de construcciones y remozamientos de iglesias del gobierno de Abinader. Una mirada rápida a Google revela que el pasado 25 de marzo Abinader inauguró personalmente la iglesia de San Dionisio de Higuey, restaurada a un costo de $180 millones; que el 23 de mayo el gobierno regaló $20 millones para la construcción de dos iglesias en municipios de Puerto Plata; que el 21 de julio el gobierno regaló $1.7 millones de pesos a la Iglesia de Santa Bárbara en Samaná para la compra de equipos; que el 2 de agosto Abinader inauguró la iglesia Santiago Apostol en Elías Piña, construida por el Estado a un costo de $7 millones; que el 24 de agosto Abinader inauguró 7 iglesias en distintas comunidades de Santiago Rodríguez, construidas a un costo de $70 millones, etc. Esas son solo las de este año.
Aunque la Iglesia Católica se lleva siempre la mayor parte del dinero público, el festival de donaciones también beneficia a las evangélicas: por ejemplo, en junio el gobierno le regaló $20 millones a las Asambleas de Dios para la construcción de una iglesia y centro de convenciones y $400 mil en julio a una asociación de iglesias evangélicas de Samaná para la celebración de un evento religioso.
Pero el detalle que más me llamó la atención es que, en la misma reseña sobre los casi 16 millones que el gobierno le regaló a la iglesia de Cotuí, se informa de la entrega de $5.3 millones a la Cruz Roja de Bonao. Es decir, a la iglesia le tocó tres veces más dinero de los contribuyentes que a una entidad llamada a salvar vidas y que sufre de una insuficiencia crónica de fondos. En un país con tantas necesidades debemos preguntarnos cuántas de ellas pudieran ser atendidas con el dinero público que le regalamos a las iglesias. Porque los montos antes señalados son poquísima cosa en comparación con las sumas gigantescas que el Estado dominicano, gobierno tras gobierno, regala a las iglesias mediante donaciones, subsidios y exoneraciones.
¿Cuánto nos habrá costado a los contribuyentes la apoteósica celebración del centenario de la Virgen de La Altagracia? ¿Cuántos cientos de millones (nunca nos dijeron exactamente cuántos) se llevó la construcción de la iglesia del Cristo de los Milagros de Bayaguana en el gobierno de Danilo? ¿Cuánto le está costando al país el subsidio de los cientos de colegios privados católicos y evangélicos que son financiados enteramente con fondos del 4% destinados a la educación pública?
Preguntémonos por qué las iglesias no cubren sus necesidades económicas con los aportes de sus propios feligreses -arropándose hasta donde les alcance la sábana- en vez de vivir a costillas del presupuesto nacional, o sea, del dinero de todos los contribuyentes, independientemente de nuestras creencias religiosas. Esto último cobra mayor relevancia cuando vemos las cifras recientes de afiliación religiosa en el país: según el Barómetro de las Américas, apenas el 49% de los dominicanos se identifica como católico, mientras el 26% lo hace como evangélico y el 25% no se identifica con ninguna religión. Tan revelador es este dato que tenemos que depender de encuestas realizadas por una universidad extranjera para enterarnos, dada la oposición histórica de la Iglesia Católica a que se recabe la información a través de los censos nacionales (ya la ONE nos informó que el censo de este año tampoco lo hará).
Vivimos en una democracia con sabor a teocracia, donde los presidentes, funcionarios y congresistas se desviven por complacer a las iglesias -cuyos representantes tienen oficinas en el Palacio Nacional- y donde no se inaugura una cancha de barrio sin un cura, ni se conmemora una fecha sin una misa (y no hay que olvidar las proclamas en honor a la Vírgen que emite el Tribunal Constitucional). En esta maltrecha democracia, donde las mujeres y las niñas son obligadas a parir el producto de una violación sexual, nadie sabe cuánto dinero del pueblo se entrega cada año a curas y pastores.
En estos tiempos en que tanto se alardea de transparencia y rendición de cuentas -prácticas imprescindibles en cualquier democracia que se respete- ni el Estado ni las iglesias se atreven a revelarnos este dato. Ni el Estado nos rinde cuentas de cuánto dinero transfiere a las iglesias por concepto de donaciones, subsidios, exoneraciones y otros favores, ni las iglesias revelan en qué lo usan. ¡A nosotros, los contribuyentes, que financiamos este estado de cosas con nuestros impuestos! Los clérigos venden sus favores políticos y los políticos se los compran ávidamente con los cuartos nuestros, y ni unos ni otros tienen la cortesía de informarnos, más allá de las reseñitas de inauguraciones en los medios. (La próxima semana seguiremos explorando el tema).