En la anterior entrega referíamos al sociólogo polaco Zygmunt Bauman, con su planteamiento de que: “lo público se encuentra colonizado por lo privado”, así como su idea sobre la notoriedad moderna: “queda reducida a la exhibición pública de asuntos privados y a confesiones públicas de sentimientos privados”.
En Bauman nos apoyamos para recordar que vivimos una etapa en que, al menos para mucha gente, la notoriedad ha eclipsado a la notabilidad. Terminamos prometiendo retomar algunos antecedentes que nos ayuden a entender la real utilidad de la comunicación y a comprender, entre otros temas, por qué pasa lo que pasa.
Veamos. Inicialmente, la comunicación fue inventada por la humanidad para resolver una necesidad: entendernos. Con el paso del tiempo, acciones comunicacionales han sido usadas para influir, incidir y hasta para manipular a las personas.
Disponer de tantas vías para hacer saber, aunque inicialmente es extraordinariamente positivo, ha terminado provocando que, muchas veces sin saberlo, provoquemos graves daños a las relaciones tanto con conexos nuestros como entre personas que muchas veces ni siquiera conocemos.
Es que ahora hay gente creyendo que “comunicar” es lo mismo que “decir”. A eso ha ayudado esa especie de deslumbramiento que produce el hecho de ser centro de atención. Hace mucho tiempo que Abraham Maslow lo explicó con su famosa pirámide de necesidades humanas.
Por eso mucha gente ha encontrado en esta etapa esa vía rápida y fácil para lograr reputación y hasta prestigio al vapor. Eso ha provocado que mucha gente olvide o desconozca que la comunicación ayuda a que nos entendamos y a que nos mantengamos humanos.
Por eso ahora existe confusión generalizada, lo que ha llevado a tanta gente a asumir que está “haciendo comunicación” cuando en realidad está disponiendo su talento para acciones que van desde simple distracción hasta perversidades como subyugación, sometimiento, manipulación, entre otras maldades parecidas.
Hemos llegado a una etapa en la que cada vez es más evidente el empeño por lograr que la otra persona nos sirva, como las máquinas, respondiendo al instante a cada orden impartida y tirándolas cuando nos parecen obsoletas. Esa situación encuentra apoyo en la velocidad que se nos ha impuesto mediante la tecnología vista como fin y no como medio.
Cada vez es más urgente que asumamos la comunicación como algo que necesitamos aprender para bien usar. Es apremiante que aprendamos a colocar en el centro a quien recibirá el mensaje, no para dispararle como a un blanco sino para lograr entendimiento.
Hace más falta que antes caer en la cuenta de que mensajes, sentimientos, pensamientos y acciones forman parte de un proceso que incluye consecuencias.
No es imprescindible que todas las personas estudiemos comunicación. Lo que sí es indispensable es que nos empeñemos en entender que mientras mejor conozcamos esa facultad humana, mayores serán las oportunidades para lograr objetivos sostenibles, y mucho más amplia será la posibilidad de mejorar la convivencia.
Esto implica, como en toda crisis, para poder superarla, detenernos, entender y, después de aprender, reorientar nuestras acciones de comunicación. En ese proceso es determinante recordar que comunicar implica decir, pero que comienza por escuchar y que sobre todo es hacer.
Esto implica caer en la cuenta de que la velocidad actual nos está provocando graves males. Uno de sus peores perjuicios es que no nos permite identificar diferencias entre mentira y verdad. Y eso provoca que perdamos el más básico sentido para orientar la marcha.
A muchos podría parecerles una sentencia. Lo real es que solo para quien se atreva a seguir pensando antes de actuar, con todo y el correspondiente “desfase” con la colectividad, hay oportunidad para entender qué pasa, por qué pasa y para qué pasa lo que pasa.