«Nosotros apetecemos las cumbres;

para ser grandes aprendamos lo pequeño.

¿Quieres conocer la excelsitud de Dios?

Comprende primero la humildad de Dios»

(San Agustín)

 

Estos últimos días algunos muchos de nosotros estuvimos viendo las sesiones de las vistas públicas que se llevaron a cabo para ocupar vacantes de jueces en el Tribunal Constitucional. Sentados frente a los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, a los entrevistados se les concedió 5 minutos para exponer los méritos y/o cualidades que les capacitaban para el cargo. Más de uno recordó sus principios cristianos para acreditar su idoneidad para el mismo. Uno de ellos mencionó entre sus atributos que nunca había dejado de pagar ni la luz ni el teléfono, no había cometido fraude alguno y nunca un cobrador se había detenido en la puerta de su casa.

Después de las presentaciones, los miembros del Consejo hicieron preguntas a los candidatos para que estos mostraran su conocimiento o dieran su opinión sobre temas constitucionales. Ojalá alguien se animara a hacer un resumen de las preguntas formuladas porque —sobre todo ahora que los jueces ya han sido seleccionados— estas nos ofrecen un perfil bastante acertado de los consejeros que las formularon, con casi tanta precisión como el perfil que pudimos hacernos de los aspirantes gracias a sus respuestas.

Indudablemente, las interrogantes que llevamos dentro dicen de nosotros más que cualquier respuesta que podamos dar sobre un tema. Así como los perfiles de los aspirantes suscitaron las preguntas que les hicieron los consejeros, todas las personas —si nos detenemos a pensar en ello— despiertan en los demás determinadas inquietudes e interrogantes. Vale la pena planteárnoslo: ¿qué preguntas generan en mí aquellos que me rodean? Y yo, ¿qué cuestionamientos provoco en otros con mi vida?

Las preguntas vitales que nos hacemos y las respuestas que damos a ellas, requieren de pausas y de silencios, “acostumbrar el ojo a mirar con calma y con paciencia” dice algún filósofo. Pensar en lo que ocurre a nuestro alrededor y lo que ello nos produce dentro, en el propio corazón, sería de gran ayuda para descubrir cuál es nuestro rol en la sociedad.

Sin embargo, lo cierto es que respondemos a lo que vamos viendo sin reflexionar. Muchas veces actuamos sin pensar en porqué hacemos lo que hacemos, como un reflejo automático aprendido de manera inconsciente, porque otros lo han hecho antes y nos lo han enseñado, incluso sin que nos demos cuenta.

Relata una leyenda que cuando Georg Friedrich Händel presentó “El Mesías” en Londres, el 23 de marzo de 1743, el rey Jorge II, que estaba presente, se levantó de su asiento durante el “Aleluya”. Al verlo, todos en el teatro se pusieron de pie. La tradición se conserva hoy día no solo como un gesto que honra la inmensa calidad del himno musical, sino principalmente como un acto de fe en aquel que lo inspiró. No obstante, hay quien sostiene la idea de una razón más obvia para que el rey Jorge II se pusiera de pie: “El Mesías” es muy largo y después de dos horas de música sintió la necesidad de estirar las piernas.

Pensaba en todo esto mientras escuchaba a varios de los aspirantes al Tribunal Constitucional definirse como cristianos. De alguna manera, comencé a reflexionar sobre mi propia fe cristiana, en las cosas que hacemos sin saber bien por qué las hacemos y en las preguntas vitales que vamos silenciando a fuerza de repetir y repetir gestos aprendidos, sin pensar.

A modo de ejemplo, la moda/corriente/usanza de colocar adornos y decoraciones “de Navidad” cada vez más ostentosos en lugar de poner las figuras tradicionales del nacimiento, puede acallar las preguntas que surgen alrededor de la llegada de un niño-Dios pobre, hijo de un padre obrero y una madre joven, en una cuna improvisada que le proveyeron unos desconocidos. ¿Cómo puede este nacimiento darle hondura y sentido a nuestra vida? ¿Cómo es este Dios que se nos revela en un pesebre? ¿De qué forma puede salvarnos un Dios tan pequeño, tan distinto de las imágenes que tenemos de Él?

Esos cinco minutos en aquellas entrevistas del Consejo Nacional de la Magistratura, en que los candidatos fueron invitados a enumerar sus fortalezas, me llevaron a pensar precisamente en el misterio que es la Navidad, en el cual Dios se revela como un niño sin méritos ni logros, un niño que necesita de los demás para vivir.

El que Dios haya escogido nacer pobremente nos dice, además, que nadie es un excluido ni queda fuera de Él ni de su amor, cuidado y protección. Esta certeza es parte importante de lo que deberíamos celebrar en estos días y es también lo que de alguna manera nos pone de pie para hacer un voluntariado.  Porque la Navidad es la fiesta de los frágiles, de los que encuentran en su propia debilidad una razón para unirse a otros y buscar formas de dotar con plenitud la vida de todos.

Ya fueron seleccionados los nuevos jueces del Tribunal Constitucional. Pronto se estarán abriendo los regalos de Navidad y pocas semanas después serán retiradas las decoraciones de los centros comerciales y de los hogares. Sin embargo, seguirá pendiente la tarea de asegurar el respeto por la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales. Los nuevos jueces, los antiguos, los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, los voluntarios de todas las causas nobles y todas las personas de buena voluntad, tendremos que ponernos de pie y en movimiento para que en verdad nuestras vidas sean fuente de un futuro lleno de esperanza para los pobres.