De pequeña siempre me gustó cocinar. Jugar a “los cocinados” era mi mayor entretención. Si alguien me hubiera preguntado que qué quería ser cuando grande y le hubiera contestado “cocinera”, me hubiera tachado de “sin aspiraciones”.

 

En mis años infantiles, me fascinaba ir al mercado municipal de La Vega, ahí buscaba ollitas de barro y en un pequeño anafe me encantaba hacer comidas, las cuales me las encontraba ricas.  También era común en mí visitar un huerto y caminar entre los canteros recogiendo verduras y hortalizas. ¡Qué placer sentía!

 

Mi hijo menor desde pequeño coleccionó recetas de cocina en un cuadernito, ese fue el preámbulo de lo que estudiaría en el futuro. Administración Hotelera, obteniendo tan buenas calificaciones al graduarse que les valieron para ir a Madrid  a completar sus estudios por dos años y medio.

 

Mi nieto de once años le gusta también la cocina y junto a su padre, mi hijo, confeccionan sobre todo ricos postres.

 

Uno de los lugares que  visito en las carreteras camino al Cibao son los paradores de artesanía  buscando algo específico, ollas de barro. Nunca he encontrado una que sea apta para cocinar. En una feria artesanal en uno de los pueblos cercanos a la capital encontré una, pero la terminación por dentro no era tan buena, que para lo que la quería no me sirvió.

 

Cuando estaba en Chile visité en varias oportunidades un pueblito de artesanos alfareros llamado Pomaire. Queda a cincuenta kilómetros al oeste de Santiago. Existe desde  antes de la llegada de los españoles a América y desde entonces sus habitantes se dedican a trabajar la arcilla.

 

Pomaire es hermoso. En su calle principal se pueden apreciar los talleres de “greda”, así le llaman allí al barro o arcilla, y restaurantes en los que se pueden degustar ricos platos chilenos como son las empanadas y el pastel de choclo (maíz).

 

Son comunes los sonajeros, los chanchitos de tres patas (cerditos) para alcancías, adornos, lámparas,  vajillas completas, ollas en todos los tamaños, tazas, vasos, en fin, todo lo necesario en la mesa y cocina.

 

Todas las casas de Santiago tienen sus ollas de greda. En muchas las tienen como adorno en su comedor. Yo tengo la mía desde hace veinte años, no como adorno, sino para el uso diario en mi cocina. En ella me gusta cocinar los caldos y las legumbres, que se cuecen ahí con un sabor diferente. También tengo mi cerdito, aunque ya roto por debajo por haber cumplido con su misión.

 

Toda persona que visite  Chile debe pedir que le incluyan un paseo por Pomaire. Quedará encantado, disfrutará de algo diferente e inolvidable.