A Gabina, por tanto.
I
Escribir sobre la muerte es inútil.
Hay una docena de poemas con imágenes bellísimas
como “Versiones”, de Eliseo Diego.
Es uno de los poemas que envidio.
Así mismo me pasa con “Morir es retirarse, hacerse a un lado”, de Sabines.
Cuando lo escuché de la boca de Robi, fue como algo eléctrico
que me cortó la respiración para siempre.
¿Cómo alguien puede encontrar palabras
tan exactas y claras como noches sin nubes?
II
Cuando intento escribir sobre la muerte, apenas encuentro de donde agarrarme.
Me sale huyendo por miedo de hallarme más oscuro que Alejandra,
o más rebuscado que discursos,
bibliotecas, poemarios, o teatros.
Es tan fácil dibujar un cráneo y un charco,
una escena del crimen y una balacera,
un pleito en el barrio y un machetazo,
pero enormemente difícil encontrar la muerte escrita en la mano de dios
como un feto que crece, o un gato que atraviesa el patio de la casa,
o una premonición en la pared,
o vasijas pintadas a mano.
que se olvidan: en la mecedora, el televisor apagado,
las tinajas sin agua, los relojes detenidos en la memoria
como semillas sin siembra,
y grecas que esperarán sentadas en la hornilla.
Las estufas nunca serán las mismas.
Se acaban, automáticamente, las recetas.
La muerte está en todos los objetos de una casa de San Carlos.
¿Valdría la pena y la agonía?
¿Cómo escribir un poema sobre la muerte sin los formalismos de siempre,
las complacencias y las historias para enaltecer la vida,
las metáforas hilvanadas con esmero de artesano
para que nos quede chico el ego de escritor,
pretender que caigan los aplausos, o las anécdotas
que solo entenderemos nosotros
en soledades más anchas que favelas?
El poema se quedaría con nosotros
en las instancias malsanas que nos aguardan
mojándonos el rostro,
cayendo las máscaras que hemos construido.
III
Cuando alguien se te muere,
aparece como siempre una bandada de conocidos
que te abrazan y te escriben,
que apenas hicieron llamadas y que rara vez recuerdas,
y quienes también aprovechan para hacer teatro.
Me digo, no puedo ser tan mezquino
diciendo esto,
porque también en esas marejadas
aparecen bondades como milagros minúsculos:
un abrazo inesperado o el silencio
que nos habla a los ojos,
iluminándolos
sin simulacros ni respuestas,
sin excusas ni palabras,
un entendimiento digno,
sin excedentes.
No hay nada que decir
y no hace falta.
IV
La muerte trae consigo preguntas
que tienen que ver más con nosotros
que con la ausencia de quien se esfuma:
más con la relación que cultivamos,
la manera en que se construyen los lazos,
cómo se reafirman o se niegan.
Por eso es que cuando alguien se va
vuelven a nosotros docenas de imágenes
que nos ubican en un mapa emocional
para entender los caminos recorridos
y de pronto,
todo aquello que no hicimos se agolpa en la garganta
como un grito mudo,
o queda relajado en nuestras cuerdas vocales el gozo
como un quejido alegre, casi una cantilena,
para volar haciendo piruetas como pájaro en fuga.
La muerte se vuelve un espejo
y ya no podemos huir de nuestra propia humanidad.
V
justo después que salen las primeras emociones
descontroladas, por el impulso trágico del duelo.
Lo que queda, agreste y ensortijado en el hueso,
en la intimidad de la noche, eso es la muerte
Al volver a casa estaremos solos
dormiremos solos, soñaremos solos.
A menos, claro, que encontremos cómplices
y que por suerte coincidan planetas y destinos
para que nos abracemos sin motivo
por el mero acontecimiento de compartirnos.
Sirvámonos con cautela de esta advertencia:
la amistad es la fiesta que nos queda
para celebrar la vida.
—Claudio Mena. 06.01.2023