“Acepto el inmenso honor y la responsabilidad de ser el candidato de todos los que quieren un cambio por la vía electoral. Un abrazo al pueblo de Venezuela”, así se dirigió a los venezolanos en las redes sociales Edmundo González Urrutia, el candidato presidencial de consenso de la opositora Plataforma Unitaria Democrática (PUD). Este antiguo diplomático de carrera será el principal contendor del actual presidente Nicolás Maduro en las elecciones programadas para el próximo 28 de julio, en las que por primera vez en más de diez años la oposición tiene amplias posibilidades de conquistar la Presidencia de la República.
Sin embargo, la ausencia de garantías administrativas, jurisdiccionales e internacionales, podría desvanecer esa expectativa. En efecto, el Consejo Nacional Electoral, dígase, el órgano que administra los comicios, sigue siendo de dudosa imparcialidad, toda vez que, como ha ocurrido en otras oportunidades, es dirigido por una persona con vínculos con el oficialismo, en esta ocasión por Elvis Amoroso, exdiputado chavista, antiguo presidente de la cuestionada Asamblea Nacional Constituyente convocada por Maduro en 2017 y excontralor en la actual Administración.
El sistema de justicia parece ser otro factor que juega en contra de las ideas del cambio político en Venezuela. En efecto, en caso de que la oposición venezolana decida accionar ante la justicia electoral, se encontraría con una Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia integrada por magistrados tildados de provenir de las filas del oficialismo. De hecho, la designación en enero de la actual presidenta de la referida sala generó mucha controversia, debido a haber tenido una notoria militancia en el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
A todo lo anterior se suma que el proceso electoral no contará con un acompañamiento internacional creíble. Al respecto, no se puede perder de vista que, desde los tiempos del presidente Hugo Chávez, la política exterior venezolana viene siendo contraria a que organismos internacionales, como la Organización de los Estados Americanos (OEA) o la Unión Europea, sirvan de observadores en los tensos procesos electorales del país suramericano. La ausencia de esas instituciones supranacionales, el ente electoral, al parecer influenciado por el oficialismo, suele suplirla con la presencia de organizaciones dóciles al chavismo, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) o la debilitada Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), ambas creadas a iniciativa de Chávez en la primera década de este siglo.
Muchos analistas advierten la complejidad de los obstáculos señalados, pero recuerdan que, en 1990, contra todo pronóstico, la oposición nicaragüense derrotó al régimen sandinista. Sin embargo, no olvidemos que aquellas elecciones fueron impulsadas por la comunidad internacional, a través del Acuerdo de Paz de Esquipulas, con lo cual se dotó de garantías al proceso electoral efectuado en el país centroamericano, tras años de guerra y de un gobierno con tendencia a rechazar los componentes de la democracia liberal y representativa.
Como se puede apreciar, la oposición venezolana no solo tiene el reto de derrotar a Maduro en las urnas, sino que también debe batallar para neutralizar aquellas adversidades que ensombrecen el imperio de la transparencia y de la equidad en la venidera contienda electoral. Ojalá que logre ambas victorias, para que la hermana nación vuelva a ser el referente democrático regional que fue entre 1959 y 1999, y así germine allí un orden constitucional fundamentado en el respeto a la dignidad humana y no en un credo político.