I

Nadie podía suponer que un día Peyto pudiera envejecer. Si no trabajaba ni se esforzaba, ni se arredraba entre preocupaciones. El estrés le pasaba de largo. Por demás, comía poco. Su pan diario era una odisea. Fuego dulce el horno que lo hacía las manos indulgentes de la caridad.

No era un mendigo común. Sin embargo, más que pedir sugería. Visitaba las casas sin rubor implorando con una mirada, con un gesto, pues no articulaba bien sus palabras. Advertía, y aceptaba cualquier desprendimiento de la conmiseración. Un mendrugo de pan, una moneda. Aquello que bastara para ayudar a arrastrar su pesada existencia.

Desde muy niño, la poliomielitis le torció su habla, sus manos y sus pies, que es como decir su porvenir. Caminaba sin equilibrio: un poco tieso, un poco ladeado. Parecía en constante litigio con los designios de la gravedad.

En algún rincón mullido debió acurrucarse su fatiga para atracar cada noche en la estación del sueño. El sueño físico, el letargo, porque Peyto vivió sin ilusiones. Su mundo estaba lejos del latir cotidiano. Todos los círculos sociales estaban clausurados a cualquier pretensión, que en él no había, ni podía haber. La entrada de una mujer en el redondel de sus fantasías se tornaba inútil.

Era un enfermo atrapado y perdido en su propio laberinto, del cual desconocía puertas y corredores. Por eso su rutina fue el andar, siempre el andar. Camino sin origen, sin arribo. Andar, caminar, superficie interminable de una esfera. Debió dolerle mucho su condición. Intentaba trabajar. Andaba a veces con su azada al hombro exhibiendo, digna bandera, un signo de renuncia a la mendicidad; como diciendo: – Mira, quiero ganarme el pan con el digno sudor del que se afana.
Desyerbó patios, intentó un conuco y plantó algún fruto en la tierra de doña Caridad, una de sus protectoras. Era vano su empeño, pero limpio su ocio laborante: puro, ingenuo, inocente.

Por antojo al fastidio, los niños traviesos lo molestaban y lo hacían enfadar. Lo humillaban gritándole "pata de palos", "Pata de jengibre". Se mofaban de sus defectos y agredían su sensibilidad, estorbando su triste sosiego. Parecía un hurto moral trocar la compasión por la necedad.

A veces Peyto reaccionaba, intentaba perseguirlos y les lanzaba piedras. Pero este discapacitado era un testamento de paz. En las frondas de su aliento no anidaba el rencor. Jamás ofendía. Alma de rosa y corazón de nube; sus manos no podían volar, pero tenían vocación de mariposas: frágiles, débiles, desorientadas, indefensas.

En aquellos años de juventud, para muchos de nosotros el futuro era una esperanza vaga, inédita, insegura. Cada día parecía un horizonte en miniatura, un pedazo de devenir en construcción. Camino desconocido del que teníamos, apenas, un punto de partida.

Peyto vivió sin esperanza, sin futuro, sin porvenir. Su trayectoria circular no distinguía calendarios, estaciones ni cambios. Su vida era un eslabón encadenado a la rutina. Vivía la eternidad a su manera. Todos los días eran iguales.

II

En los extravíos del azar, olfateando su presa, Peyto intuía los blancos seguros. El convento de las Hermanas Grises de la Inmaculada Concepción, que albergaba a unas ocho monjas venidas en misión a Yamasá, era uno de estos.

En cierta forma, esas hermanas constituían un ejemplo viviente de alguna Orden Mendicante: habían hecho votos de pobreza. Y nada mejor que un pobre para entender la urgencia del mendigo. Sor Susana, persistente mano compasiva, le preguntó a Peyto un día:
– ¿Y cómo te harás cuando ya no estemos nosotras?
Peyto, como un experto teólogo, sin esconder su gesto de tristeza y asombro, le respondió:
-Entonces comeremos gloria.

La monja nunca pudo sustraerse al recuerdo de aquella respuesta inesperada que no parecía posible provenir de una inteligencia desvalida y trunca. Acostumbrado a la desesperanza, tal vez llegó a concebir, aun confusamente, esa eventualidad y buscó un refugio en un futuro ingrávido que solo tenía zapata en las volutas de humo de una espiritualidad trascendente aprendida de memoria en la misa.

III

Es imposible recrear la historia de un pueblo sin incluir sus personajes reconocidos, queridos, admirados. Aquellos que ponen su sello de imborrable identidad en el imaginario de su comunidad.
Necesidades antropológicas de la memoria colectiva, remembranzas identitarias sin las cuales toda historia cojea, es incompleta.
En Yamasá fueron famosos Cirico y Pirula, dos recogedores de basura, empleados del ayuntamiento, cuyo esmero y ahínco en su labor eran celebrados con el más amplio reconocimiento por toda la población.

A pesar del salario miserable que recibían, exhibían una disposición y una alegría impropias de aquella condición.
Algunas familias compensaban su actitud regalando algo, pero no era esa la razón de su empeño, pues con regalo o sin regalo Cirico y Pirula gozaban de tan buena fama que la gente veía aquel anti higiénico trabajo como si fuera un empleo de oficina.

Ellos dos sabían que sus vidas pendían de aquella positiva disposición y la asumían con admirable entereza. Tanto fue así, que la injusta cancelación de Cirico, solo porque su hijo hizo adhesión pública con otro partido contrario al del gobierno de turno, terminó por sumirlo en una miseria tan honda que lo condujo al estéril suicido.

Para el pueblo, la dignidad de aquellos dos hombres contaba más que el trabajo mismo.
Esos reconocimientos fueron la otra ganancia, la perdurable, la que se pierde en la sombra del tiempo, pero vive en el camino de la historia si puede recogerse, recrearse, testamentarse.
Aquellas vidas, aquellos ejemplos, no obstante, fueron efímeros.

Peyto fue una larga trayectoria, una presencia permanente, una vida. Su madre, Micaela, a cuyo cuido estaba, era una pobre lavandera. Desde que pudo levantarse y tomar oscura noción de su discapacitada condición, él se refugió en el lance dudoso de la caridad y liberó a su madre de la carga que representaba.

En un pueblo pequeño este es un desafío difícil, pero se puede dar por sentado que Peyto nunca se fue a la cama sin haber comido y, probablemente, siempre llevó a su madre algunas de las monedas ganadas en su diario quehacer de limosnero.

De alguna manera las manos bondadosas lo fueron queriendo, interiorizando, amando como uno de los suyos. Una necesidad de la espiritualidad retada por el llamado de una de las virtudes teologales. Pero Peyto se hizo acreedor de un gran cariño, además, por su presencia en los velorios y las fiestas del majá (convites solidarios de los campesinos para moler su arroz).
Huésped asiduo de los tristes dolientes, nunca faltó a un velatorio.

Por tanto, sus andanzas, su permanencia, su influjo, lo sitúan entre los valores intangibles que la identidad atesora y cuya memoria rueda en el imaginario popular pidiendo ser rescatada.

IV

El único Tributo.

"Una noche el respeto
bajó y te puso bella corona
respeto de mortales
que muerto al fin te hizo persona"
Silvio Rodríguez

Doblaron esa tarde las campanas con un fúnebre toque. En el ámbito sereno y consternado se agolpaba un silencio solemne. Una gigante procesión de almas acongojadas se fue uniendo alrededor del dolor convocante. Los rostros compungidos decían, sin decir, qué tamaño ostentaba la tristeza.

Las calles eran riadas de silencio crecido mientras se hacían pequeños todos los espacios.
Se habrían necesitado veinte catedrales para albergar la mitad de los fieles que aspiraban
el último gesto sublime de la caridad: regalar, al menos, una mirada de amor afligido al desfigurado cuerpo yacente.
Su vida había sido una tragedia, el día último su más cruel tormento. Sus manos no supieron defenderlo del fuego que consumió su modesta casa. Murió calcinado.

Terminada la misa, se preparaba la marcha silente, multitudinaria, hacia el Campo Santo.
De pronto el gentío advirtió un gesto inusitado: al frente del cortejo marcharían las autoridades edilicias, religiosas, los bomberos, una representación escolar uniformada.
La banda de música interpretaría marchas fúnebres hasta la última morada.
Peyto era una institución, un emblema, un icono del pueblo. Ese era el mensaje sutil de aquella muchedumbre.
Nadie había concitado tanta simpatía para la causa de un postrero adiós. Peyto no pudo verlo, el único tributo a su existencia lo encontró dormido para siempre. Pero su eco retumbó en el tiempo para el oído de lo eterno.

La marcha presurosa de los días, con su carga de urgencias cotidianas, impide anticipar el vacío previsible que pudiera dejar la despedida de una efigie viviente. Eso era él.

Sus andanzas, su permanencia, su arraigo, lo sitúan entre los valores intangibles de raigambre popular que la identidad atesora cuya memoria es menester preservar como acervo para las futuras generaciones.

Si Colombia tiene en Francisco el Hombre a un inmortal juglar de la costa caribeña que derrotó al diablo en un difícil duelo de acordeón.
Si La Habana exhibe en una estatua de bronce a José Ma. López Lledín, El caballero de París, el más famoso trotamundos de esa mítica capital;
Yamasá tiene su histórico icono del folclore pueblerino, el incansable caminador, el trajinante de la esfera tras la magna utopía: la pelea de cada día por el derecho a vivir.