En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. (…) en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre”. Julio Ramón Ribeyro

Todos vamos añadiendo años a los años ya vividos y al hacerlo, si una está atenta y es de naturaleza curiosa,  es inevitable formularse una y mil cuestiones para las que intentar respuestas: tan solo ligeras aproximaciones sin mucha pretensión hacia una verdad propia, aunque ésta pueda ser errada. Lo cierto es que creo firmemente en la necesidad de equivocarme cuantas veces sea necesario y en no cesar nunca de plantearme la siguiente pregunta.

Últimamente y cada vez con más fuerza, considero que toda puesta en escena, cada nuevo proscenio en el que transcurre la existencia humana, presupone inevitablemente un estado de soledad apenas acompañada, a pesar de los muchos momentos compartidos. Se despliega ante mí una imagen cuasi onírica de eterna distancia. Una realidad que nos lleva a todos a flotar sobre islotes de un solo habitante, entrechocando incesante y aleatoriamente con los límites de muchos otros terruños a la deriva.

Hace pocos días, charlando con un amigo, me hablaba de un evento en su ciudad y lo definía como un constante   movimiento de personas que transitaban faltas de rumbo de uno a otro lado y sin posibilidad alguna de detenerse ante nada por exceso de estímulos. Resumí, la imagen que acababa de transmitirme y que había tomado forma en mi cabeza, en unas simples palabras de trazado rápido: “somos la no pertenencia a nada, a nadie, a ningún lugar”.  No es, desde luego la primera vez que me enfrento a este pensamiento, si bien es cierto que lo hago cada vez de modo más recurrente, tratando de comprender una escenografía que escapa a mi entendimiento. Subyace como siempre en éste, como en tantos otros planteamientos, la vieja dicotomía que hace convulsionar al ser humano cuando se enfrenta a dos opciones contrapuestas y que se antojan, al menos en principio, irreconciliables: la necesidad consustancial al hombre de formar parte de algo,  y a la vez el temor a renunciar a la libertad individual.

Ser copartícipes, tomar parte de algo distinto a nosotros mismos, exige llevar a cabo una serie de renuncias, que cada vez con más frecuencia nos negamos a hacer; como si nadie mereciera la pena el esfuerzo de realizar concesión alguna, como si nada justificara ceder parte del terreno propio. Personalmente debo reconocer -mea culpa- que fruto al fin y al cabo de mi tiempo me siento atrapada en una defensa radical de mi territorio, actitud que siempre he considerado tiene mucho de mezquina y de cobarde.

El ser humano se ha esforzado por armonizar ambos conceptos sin conseguirlo, salvo en raras ocasiones. Si bien hemos anhelado, desde el principio de la historia, integrar nuestra existencia en algo más grande que nosotros mismos:  un pueblo, una nación, una ideología, una religión, un amor eterno tal vez, los ejemplos desde luego  pueden ser infinitos, nos hemos ido perdiendo, al mismo tiempo, por distintos vericuetos que nos han ido alejando del camino. El hombre se ha aferrado con fe inquebrantable a ese tipo de constructos, con la esperanza de encontrar un ancla que le amarrara a algo a lo largo de la vida.  Hoy, por el contrario, vivimos días de consistencia tan efímera que se ha dinamitado todo anclaje construido hasta el momento. Los amigos pasan incesantes por nuestras vidas y se alejan en demasiadas ocasiones sin dejar la menor huella. Los antiguos compañeros se quedan atrás igual que se quedaron atrás los viejos amores, la rutina y la ciudad que nos albergó durante años. La idea de  establecer un compromiso personal y emocional con los otros se nos muestra, cada vez, más huidiza y caprichosa. Llevar a cabo una elección que implique perder parte de lo que consideramos propio se antoja hoy inaceptable, una ilusión de carácter tan inaprensible como la sombra que se desvanece a la luz de la introspección.

En los últimos tiempos parece cobrar fuerza como modelo la idea de alcanzar un estado de soledad “perfecta”. Esas islas esquivas de las que hablé en un principio nunca lo fueron tanto ni vivieron tan aisladas de su entorno. Supervivientes de muchas derrotas previas a los que se nos ha vendido que la verdadera felicidad solo se alcanza en solitario. Un concepto, ahora ennoblecido y edulcorado por libros de autoayuda y  pseudorecetas que solo acaban por  retroalimentar uno de los mayores problemas del ser humano, la innegable perdida de la empatía y la sensibilidad necesarias para invertir en ternura, tolerancia y auténtica humanidad.

Todo cruce de caminos nace hoy en día con obstinada vocación de muerte súbita desde el primer encuentro. Una especie de obsolescencia programada que tarde o temprano nos alcanza sin aviso previo. Una muerte que afrontamos tras una coraza capaz de absorber cualquier impacto que pretenda desestabilizar nuestra existencia o muriendo quizás un poco en cada intento por salvarnos del desafecto y el desinterés de un mundo que mira siempre hacia otro lado. ‘La soledad es una vertiente del egoísmo natural del ser humano. La persona amada un buen día te dirá que no te ama y no entenderás nada. Eso me pasó a mí. Hubiera querido que me explicara qué hacer para soportar su ausencia. No dijo nada. Solo sobreviven los inventores”, escribió Roberto Bolaño y me siento profundamente identificada con sus palabras.

El desapego va ganando terreno ante la posibilidad de que algo llegue a alcanzar rango de importancia en nosotros y más tarde pueda causarnos dolor. ¡Qué ninguna obligación ni pacto consentido lastre nuestro camino, aunque ni siquiera tengamos claro si hay un sendero trazado bajo nuestros pies!. Todo responsabilidad adquirida con el otro o los otros nos hace sentir expuestos y vulnerables. Y es cierto que la mayor parte de nosotros, en algún momento de la vida, hemos experimentado un sentimiento de dolorosa ingravidez, una súbita sensación de no formar parte de nada, de vivir aislados y al margen de todo, completamente solos aún en medio de la inmensa multitud. Tal vez eso justifique nuestros miedos y sin embargo, ese tipo de vacío existencial que nada ni nadie, ni siquiera la relación más profunda, es capaz de llenar del todo; esos instantes en los que el ser humano es consciente del enorme y abrumador abandono que le acompaña  y que percibe imbricado en su propia condición, acaban por  construirnos como individuos conscientes. Asumir la soledad de modo natural, no dramatizar ni sobrevalorar sus efectos forma parte de un largo proceso de autoconocimiento y reflexión que considero solo puede alcanzarse desde ese abrazarla como parte esencial que nos integra y nos permite, al mismo tiempo acoger sin conflicto la idea de formar parte de un proyecto común.

Esa idea de pertenencia sobre la que vengo hablando tiene que ver -al menos bajo el prisma desde el que contemplo la vida, al menos la mía- con la capacidad para decidir y determinar no sólo quien soy sino quién deseo ser en relación conmigo misma y esto no es desde luego posible sin plantear cuánto de mi esfera propia estoy dispuesta a ceder a un territorio común en mi interacción con los demás. Mi libertad no se ve así puesta en riesgo cuando me siento parte de una familia, de un grupo de amigos, de una relación de pareja o siendo un minúsculo grano de arena en el interior de una gran comunidad. No se trata de una cesión obligada de mi espacio sino que dimana de la firme voluntad de alcanzar, en el hecho de implicarme, mi propia libertad. De esta forma incorporo el concepto en litigio a la fuerza que acompaña cada elección y cada renuncia.

A lo largo de mi vida me he preciado  de estar siempre dónde quiero estar. La vida puede llevarme y traerme, puede vapulearme y lanzar mi cuerpo a tierra, pero yo y solo yo tengo el poder de hacer mía la respuesta a sus embates. Elegir un gran número o un reducido grupo de personas e ideas con las que deseo establecer y dar forma a mi existencia, decidir voluntariamente qué dejo atrás para lograrlo, forma parte de un acuerdo  irrevocable conmigo misma para alcanzar las más altas cotas de libertad. La soledad -y adoro la mía, tan cómoda y reconfortante- no me hace más libre, pero si más sola y no seré tan ilusa de afirmar que a veces no me asaltan las ganas de trasgredir y mucho mi propia naturaleza. Lo demás, creo, es falta de valor. También en mí.