La personalidad era para los griegos la máscara, el “escudo” con que el actor protegía  su rostro verdadero, su sombra interior. Muchas aproximaciones han tratado de atrapar esta noción en una conceptualización  algunas veces hermenéutica, otras veces operacional.  Una definición de la personalidad es difícil hoy día  debido a la falta de consenso con el constructo. Empero, la mayoría de los investigadores estaría de acuerdo en que la personalidad es un conjunto  estable, organizado y perdurable (Hans Jürgen Heysenk). Una falla en cualquiera de sus instancias generaría algún trastorno de la personalidad.

Amy Holtzworth-Munroe y Gregory L. Stuart, tratando de comprender mejor la violencia y la preminencia del hombre en esa conducta, realizaron un estudio meta-analítico para agrupar a los sujetos violentos en tres dimensiones, apelando al método racional/deductivo. Las dimensiones son: a) severidad del acto violento; b) generalización del acto violento, y c)  dimensión de las psicopatologías  de la personalidad. En los debates sobre violencia la tercera dimensión  se maneja con cautela.

Un desajuste en la personalidad está presente en la conducta violenta recurrente. La comorbilidad de la conducta violenta conlleva múltiples factores de trastornos de personalidad. Podemos observar las áreas donde se presenta el trastorno: Problemas  a nivel cognitivo (distorsión de la percepción), a nivel afectivo (pobre o exacerbada  respuesta emocional), a nivel de la actividad interpersonal (falla en el vínculo), a nivel del autocontrol (pobre control de impulso). Estas observaciones clínicas, no atenúan ni eliminan la responsabilidad en la comisión de violencia.

La etiología del trastorno se sitúa en múltiples áreas, asumiendo que, según los criterios diagnósticos, una conducta tiene rasgos patológicos en tanto que perturba el comportamiento normal, persiste durante una determinada cantidad de tiempo, es recurrente y genera un malestar significativo; cierta conducta violenta presente en los escenarios políticos, parece acercarse a estos criterios.    Los desórdenes emocionales y la gama de trastornos de personalidad han sido establecidos como “riesgo clínico significativo” para la elicitación de violencia (Pueyo y Echeburruá, 2010).

En la mayoría de estas investigaciones sobre violencia y trastorno de la personalidad, las poblaciones estudiadas están constituidas por  sujetos en condiciones de internamiento o reclusión.  Se evidencia la necesidad de investigar la tipificación de la violencia y sus diferenciadores en poblaciones más abiertas. Resultaría relevante   la relación de poder del perpetrador con su víctima, pero también una mirada a otras relaciones y diferencias sociales que permitan identificar  la historia traumática y las posibles fallas en el manejo de   las emociones de los demás (Fonagy. 2008)

Un rasgo común en muchos “lideres” democráticos, es la triada oscura, que se expresa en conductas cerradas, narcisistas, manipulación y potencial para la violencia social manifiesta.

Se considera una personalidad trastornada cuando el sujeto presenta inflexibilidad ante las demandas de la realidad, y esta forma de respuesta se convierte en patrón fijo que se aleja de las normas socioculturales, lo que genera problemas adaptativos y conflictos de interacción. Los investigadores de los trastornos de la personalidad han establecido que su prevalencia ocurre durante la adolescencia y resulta difícil de revocar sin una terapia prolongada y especial.

La triada oscura y el poder

En el grupo la jerarquía engendra poder simbólico en tanto que sus miembros aceptan pasivamente la dominación detentada por el de “arriba”.  Pero la violencia simbólica, al combinarse con impunidad, rápidamente se transforma en explícita. El poder, moneda de curso legal (Foucault) se escamotea. En la democracia se convierte en simulacro; en las dictaduras, en esclerosis. Del enmascaramiento a lo siniestro, la acumulación de poder en  un sujeto, una clase o un partido, genera violencia social.

En los presidencialismos se corre el riesgo de depositar poder en sujetos subclínicos o manifiestamente enfermos.  Un rasgo común en muchos “lideres” democráticos, es la triada oscura, que se expresa en conductas cerradas, narcisistas, manipulación y potencial para la violencia social manifiesta.  Por el rasgo psicopático, las acciones mas extremas pueden realizarse sin expresar ninguna culpa.  En cuanto al narcisismo, éste se convierte en recurso justificador pues el agresor se cree superior por etnia, religión o clase. De este modo, maquiavelismo, narcisismo y psicopatía forman la triada que, al combinarse con el poder podría conducir a lo siniestro.

La destructividad humana

Cuando Erich Fromm escribe anatomía de la destructividad humana, basó su estudio en el análisis de la personalidad de protagonistas de la Segunda Guerra Mundial, y  concluye que el afán de poder reposa en un embotamiento del amor, lo que conduce a la destructividad sin remordimientos. La agresividad maligna no es adaptativa ni responde a la legítima defensa, es la búsqueda de destruir para llenar con los escombros del otro los vacíos de un alma enferma.

Leonte   Brea  en su libro, “El político: radiografía íntima”, explora al buscador de poder y lo tipifica como sujeto marcado por “la fatalidad  trágica  de  su  familia; la  rabia  o  el  rencor”; con frustraciones en su historia personal, cuya aspiración de poder no se satisface con la obtención del mismo.  Un loco de poder nunca estará  satisfecho, ni siquiera con la aniquilación de los otros.  A veces vivimos con el vampiro. El mundo está siendo subsumido por él  ante nuestra  mirada cómplice o alienada.