Mamá Zora, en el Pedernales de la frontera sur, vivía con una profunda aprensión sobre mi integridad física al incursionar en el oficio periodístico en Santo Domingo.

Comenzaba a correr la década de los 80 del siglo XX. Los diez años de gobiernos sangrientos de Joaquín Balaguer habían terminado el 16 de agosto de 1978 con la llegada al Gobierno del presidente Antonio Guzmán y el vicepresidente Manuel Fernández Mármol, tras la victoria convincente en las urnas del poderoso Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y aliados.

Yo soportaba la incertidumbre en las aulas de una Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) arrinconada por el ahogamiento económico (lucha por el medio millón de pesos de presupuesto), recurrentes ocupaciones policíaco-militares, apresamientos, torturas y asesinatos a tiros de jóvenes estudiantes.

En mis tiempos de estudiante, mamá nunca dejó de hacer dos cosas: aprovechar cualquier persona de confianza que viajara a la capital para mandarme lo que tuviera a mano, incluso sal y pan, porque –sostenía- todo es necesario en la capital, y reiterarme que dejara la carrera porque “te prefiero vivo, aquí; allá, matan a periodistas y estudiantes”.

Tenía muy vivas en la mente las imágenes de la sangre de la juventud echada a rodar por la intolerancia política.

Citaba a menudo la incursión repentina en su casa de la calle Juan López 4 por un tropel de policías y guardias verdugos, con armas largas, tras rodear y encaramarse sobre el techo sin el aval del Ministerio Público.

La muerte con un tiro a la cabeza de la estudiante de Economía, dirigente del Frente Universitario Democrático Dominicano (FUSD) y delegada al Consejo Universitario, Sagrario Ercira Díaz Santiago, 26 años, el 4 de abril de 1972, en que una horda de policías invadió el campus de la academia supuestamente detrás del dirigente izquierdista Tácito Perdomo Robles, acusado de actividades subversivas contra el gobierno presidido por Balaguer. Díaz Santiago cursaba el tercer semestre y era oriunda de Barahona. Había terminado el bachillerato en San Cristóbal y sus padres mudaron luego a la capital para apoyarle en los estudios.

Mamá enfatizaba, sobre todo, en el asesinato del periodista de la revista Ahora e integrante del Partido Comunista Dominicano (PCD), Orlando Martínez Howly, 31 años, al ser interceptado por agentes en la calle José Contreras, límite norte de la sede de la UASD. 31 años había cumplido. “Ven, mi hijo, te puede pasar como ese periodista, además, estás muy flaco”, remarcaba.

Mi madre murió el 17 de octubre de 1987 a los 63 años. Desde inicios de esa década, ya yo avanzaba como locutor en emisoras capitalinas como Radio-Radio, RPQ Cadena Azul y la nueva Radio Eco FM 90.5, de la que era el primer coordinador (actual Estrella 90). Como agradecimiento eterno y resultado de sus consejos, sería mi madrina de graduación en Comunicación diez días más tarde, el 28 de octubre, tras yo agotar “semestres” que se convertían en años y años. Con un desencanto profundo, apenas pude graduarme al año siguiente.

Corrieron los años y el 14 de mayo de 1994, mi papá, Curú, 74 años, segundos antes de morir en la habitación de toda la vida, a causa de un cáncer, levantó la mano y me advirtió: “Mi hijo, vas bien, pero no te corrompas; me estoy muriendo y nadie me puede señalar”.

Curú había sido designado oficial civil en 1963, durante el gobierno de Bosch. En Pedernales le ven como referente de trabajo, responsabilidad, solidaridad, honradez y resiliencia frente a políticos del balaguerismo en el poder que le asediaron hasta el último respiro para que expidiera actas de nacimiento con mayoría de edad a menores y así habilitarles en las elecciones (parte de los fraudes electorales), hacer matrimonios y arreglar nombres fuera de la ley a cambio de dinero.

A la vuelta de los años (36), han sido sostenidos los dilemas éticos en el oficio que, junto a la locución (46) y la Planificación de Políticas y Estrategias de Comunicación (32) y a la docencia universitaria (30 años), un día decidí abrazar en desmedro de la carrera de Ingeniería Civil. Muchas las tentaciones de ponerme económicamente bien en vez de encarar urgencias del día a día.

Pero muy temprano, allá en Pedernales, me decanté por el bajo perfil, el consumo de lo necesario para vivir sin envidiar el boato de los otros, y, especialmente, dormir tranquilo sin miedo a que algún empresario, funcionario o político de cualquier gobierno o partido me tache de belón y buscavida.

Pero le tengo una mala noticia. Igual que pasa con los policías, todos los periodistas somos corruptos y enemigos de la sociedad, conforme el imaginario social.

La generalización ha sido la vía escogida por una parte de los mismos profesionales del periodismo y advenedizos para instalar esa percepción y justificar su enemistad jurada con la ética y permitirse vivir en alianza permanente con los corruptos en todas las instancias de la sociedad con el objetivo de enriquecerse a sabiendas de que es a costa del empobrecimiento estructural de la sociedad.

La realidad, sin embargo, es otra. Los corruptos son los corruptos y los farsantes son los farsantes, “perro huevero aunque le quemen el hocico”.

Lo recomendable es tomarse unos minutos para identificarles y aislarles de los honestos, por el bien de la sociedad. Es fácil. Les caracterizan fundamentalmente las apologías a funcionarios, empresarios y otras personas que consideren superiores, y, en otro plano, los chantajes y las extorsiones.

Unos son exhibicionistas de bienes. No les basta poseerlos, se excitan cuando los exponen ante los demás y provocan “aplausos”.

No son dados a profundizar, se decantan por el amarillismo, el sensacionalismo, la posverdad y las loas a quienes asumen como superiores.

La crítica social, intrínseca al periodismo, está ausente de sus productos porque se gastan en un sostenido ejercicio de malas relaciones públicas enmascarado de periodismo.

Difícil verles abordar temas comprometedores como narcotráfico, migraciones, corrupción administrativa y empresarial, derechos humanos, reclamos comunitarios de viviendas, agua potable, crisis de salud pública, abusos en clínicas privadas, servicio eléctrico, calles, robo de tierras ajenas, saneamiento, viviendas, caminos vecinales, incentivo a la agricultura. Como simuladores al fin, un día podrían soltar un relámpago de denuncia tenue para confundir, pero de una vez vuelven a su redil.

La corrupción en un sector del periodismo nuestro es un círculo vicioso que no se agota ni comienza con los de abajo. Más bien, los de abajo que se dejan tentar, entran a la red y reciben boronas de la repartidera de pastel en  pisos superiores.

Pese a todo, el periodismo de verdad sigue siendo vital para la vida en sociedad, hoy. Servir a tiempo historias veraces elaboradas conforme el interés público contribuye a la construcción de mejor sociedad cada día.

Todavía en las comunidades y barrios claman por la “prensa” (periodista) cuando quieren denunciar situaciones que les aquejan, como claman auxilio del policía en situación de inseguridad, o recuerdan al bombero cuando el fuego amenaza con ser siniestro.

No era fortuita la promoción sobre el valor de los apafuego en voz del locutor de Radio Mil Bueno Torres, difundida en los años 70 en Radio Pedernales: “No esperes la tragedia para pensar en los bomberos”.

Sintamos orgullo de ser periodistas socialmente comprometidos, no adulones ni mercaderes enmascarados como proliferan en medios tradicionales y nuevos en contubernio con empresarios y funcionarios.