La carencia de una cultura de prevención, de aplicación de normas de ordenamiento territorial y de un sistema de canalización de las aguas hacia embalses o el mar, más la planificación nacional centralizada en las metrópolis, los mantenimientos de relumbrón y la demagogia política son causas primordiales de al menos 30 muertes y graves daños a propiedades públicas y privadas tras las torrenciales lluvias del sábado 18 de noviembre en República Dominicana.
La atribución del desastre a la naturaleza (cambio climático) o a una orden divina representa un soberbio acto de irresponsabilidad social que oculta las causas reales; por tanto, aumenta el riesgo de muertes múltiples y daños graves a infraestructuras, edificaciones y sembradíos cuando ocurra el próximo evento natural. Y eso es un crimen imperdonable.
Los fenómenos naturales son predecibles, unos con más precisión que otros; mitigables y reparables los daños; daños que serán menores en la medida que se actúe con responsabilidad, preventivamente, priorizando la vida.
Pero resulta que la norma es actuar en la dirección contraria.
Los intereses económicos y políticos particulares lideran la cotidianeidad en desmedro de los colectivos sociales, mas, cuando los desbordamientos de ríos, arroyos y cañadas desnudan la vulnerabilidad en que habita gran parte de la sociedad, viene la lavadera de manos y la derivación de culpas hacia adversarios y los más indefensos, los sin voz, por desafiar tales fenómenos al salir a las calles o poblar zonas de riesgos como riberas y cauces de ríos y hondonadas.
Resulta, sin embargo, que, aparte de viveza criolla de unos cuantos, tales comportamientos provienen de la necesidad natural de sobrevivencia de los seres humanos excluidos.
El paradigma dominante de la planificación nacional lo concentra todo en las urbes, sobre todo en el Distrito Nacional, y deja huérfanas de atención a las provincias.
Así, el mismo modelo produce oleadas migratorias hacia las periferias de las grandes ciudades, donde las personas, ante los ojos del Gobierno, crean asentamientos sobre los terrenos vulnerables que les han dejado los otros, mismos que construyen sin respetar lagunas y exigencias de suelo; bloqueando escorrentías y desviándolas hacia “los de abajo”. El único interés es el dinero y vivir en sus oasis.
Ante su realidad y la ausencia de una cultura de prevención en la sociedad, lo normal es que reaccionen conforme la vieja costumbre de “comprar candado después del robo”. Lo extraordinario sería una conducta preventiva, pues, el Gobierno jamás ha trabajado con esa perspectiva.
El sistema de salud, por ejemplo, está fundamentado en esperar las enfermedades para luego tratar de curarlas. Con los fenómenos naturales, lo mismo.
Pese a que vivimos en una isla caribeña sísmica y ciclónica, solo se discursea sobre seísmos, ciclones y otros fenómenos hidrometeorológicos tras su ocurrencia.
Esos son los instantes en que llegan todas las justificaciones del mundo, comenzando por culpar a la naturaleza y a los adversarios, los falsos lamentos y, de bocas de “genios”, los discursos sensacionalistas generadores de pánico en contraposición con los parámetros de la Comunicación de Riesgos.
Fuera de ahí, al otro lado de los vulnerables, la vida sigue su agitado curso, hasta el siguiente evento de la naturaleza.
Y esa es la rutina cancerosa que urge parar en seco, si no queremos seguir hacia el abismo.