«Sin embargo, tampoco es más que violencia, rápida para atacar a cualquier individuo que se interponga en su camino, emplea los mismos métodos, persigue los mismos fines, con una sola diferencia: es la violencia comunitaria, no individual la que se sale con la suya». Sigmund Freud.
Mi frágil capacidad para rememorar eventos pasados, de vez en cuando, revive, a veces nostálgicamente, episodios antiquísimos sobre las enseñanzas de un conocimiento secular basado en la practicidad ejemplarizante de las buenas costumbres. El respeto a la dignidad ajena, la continuidad de valores aceptados y normalizados en el espectro social, así como, el respeto a la privacidad y el repudio a lo vulgar.
Parecería una necedad de mi parte la insistencia en que el Estado como garante de la convivencia legal, armoniosa y respetuosa de los ciudadanos, ha tenido un flaco desempeño en el constreñimiento de actividades que riñen contra la moral y la ética, realizadas desde las redes sociales, y que ponen en riesgo el desarrollo cognitivo de las generaciones venideras. Y, a su vez, obvia los límites establecidos en el texto fundamental en cuanto al sagrado derecho de la libre expresión.
La mayoría de los “creadores de contenido” de carácter morboso, obsceno, denigrante y dirigido a la promoción de la violencia machista y sexista en detrimento de la mujer, quizá, amparados en prerrogativas constitucionales y normativas elaboradas por el congreso con el fin de preservar un bien universal y básico, como es el derecho a decir. Ignoran que el disfrute de esa libertad se ejercerá respetando el derecho al honor, a la intimidad, la dignidad y la moral de las personas, de conformidad con la ley y el orden público, como establece el párrafo del artículo 49 de la Carta Magna.
Ese desdén en la exigencia del cumplimiento de los parámetros que rigen las limitaciones expresas a través de los estatutos legales que amparan el libre derecho a emitir y recibir datos con los que se construye la información, provoca una andanada de incoherentes, sin la menor idea de lo que significa la frontera entre sus derechos y la transgresión de los preceptos que amparan en esa materia a los demás, y es el caldo de cultivo para que la mugre arrope lo poco que nos queda.
Ese desamparo crea sin necesidad un vacío en la acción de consecuencias en aras de lograr la tutela efectiva y la instauración de sanciones contundentes a quienes vulneran con sus actividades indecorosas, la dignidad de los demás. Sin que ello se constituya en una retranca para el sostenimiento de una democracia forjada bajo el fuego y la fragua, como hierro templado, por dominicanos excepcionales que hoy estuvieran avergonzados de muchos canallas de las redes que nos tienen perdidos en la inmoralidad virtual.
La violencia comunitaria, para acogernos a la terminología del padre del psicoanálisis, o en su defecto la monopolizada por el Estado, como diría Émile Durkheim, que no es más que la convención de un conjunto de hombres decididos a hacer que lo justo sea fuerte debe ser desprendida de los anaqueles y llevada a la práctica sancionatoria para iniciar una ruta ejemplarizante que obligue a los usuarios de las plataformas digitales a ceñirse al estricto mandato de la ley.
Mi afán, que sé es de muchos padres preocupados por el consumo indiscriminado de contenido chatarra, vertido a través de las redes, que se mantenga el rigor anterior. Que las autoridades tomen conciencia de lo lastimoso que ha resultado para el devenir de nuestro futuro próximo dejar a sus anchas ese grupo de depravados que viven del bombardeo de basura en la internet sin la más mínima supervisión de los organismos competentes. Y nada más cierto que: «cada proceso formal deriva de un principio, y el estudio de este principio requiere precisamente aquello que llamamos dogma», como dijera Igor Stravinski.