“Imagina cuánto más felices seríamos, cuánta más libertad tendríamos para ser nosotros y nosotras mismas, si no tuviésemos el peso de las expectativas de género”. Chimanda Ngozi Adichie.

Leí, hace pocos días, que un pensamiento para ser formulado preciso y ajustado a la mayor verdad posible (solo nuestra verdad en cualquier caso) ha de ser expuesto a bocajarro, sin filtro ni corrección, para evitar toda contaminación y toda tentación de edulcorarlo. Así pues y tratando de aplicar esta enseñanza a la que le haría solo leves ajustes, voy a iniciar este artículo que espero pueda ser comprendido por distintas sensibilidades enfrentadas con respecto al término machismo. No voy a hablar de ello ni voy a acercarme de nuevo, por muy abordados de antemano, a términos como patriarcado, feminismo, empoderamiento o lenguaje inclusivo, por citar solo algunos que guardan relación entre sí. De todo ello se habla y yo misma he hablado en distintas ocasiones,  dado que es un tema y así lo creo firmemente, de innegable interés. Hoy sin embargo me gustaría detenerme en otra cuestión, tal vez por la escasa importancia que  otorgamos a los pequeños gestos. Gestos y modos al uso en apariencia triviales y que al mismo tiempo asientan de forma imperceptible viejos comportamientos que tienen poca cabida, o al menos no deberían tenerla, en el momento que vivimos.

-¡De verdad que no sabes la suerte que tienes! ¿Me dices en serio que tu marido te ayuda en casa?

– Yo que tu le hubiera quitado la idea de la cabeza, que empiezan por coger una aguja y acaban como acaban. Yo no le dejo a un hijo mío que toque una escoba ni que friegue un plato ni loca. A cada cual lo que le toca y a los chicos no les tocó en suerte ocuparse de las cosas de mujeres.

– Pasa, pasa… las chicas siempre por delante. ¡Faltaría más!

-Mi hija estudia un grado superior de mecánica, lo acaba este año. -Tu estas loco o qué te pasa ¿cómo le permites que pierda el tiempo con cosas de hombres? ¡Menuda marimacho te va a salir!

– Manuel tu eres un tipo raro con esa manera de pensar que tienes. A mí, desde luego, lo que piense mi mujer me importa un carajo.  Que ella diga lo que quiera,  mi tiempo de libertad es mío y de nadie más. ¡Vamos, que ni se le ocurra preguntar con quién he estado, hasta ahí podríamos llegar!

-Pues lo cierto es que no, ya ves. Lucía no quiere tener hijos. -Por dios que pena hija mía, pero y tu ¿no le dices nada? Yo si fuera hija mía no se lo consentiría… por su bien claro. Una mujer debe tener hijos o estará siempre incompleta.

Son tantas las situaciones, tantas las frases como estás -aparentemente inofensivas a fuerza de escucharlas- que cruzamos en el curso de una conversación cotidiana con la vecina, con el amigo o en una velada familiar, que no nos damos cuenta del perverso contenido que incluye su interior. Ese ceder el paso, esa galantería que tiende a perpetuar la idea de objeto de porcelana en la mujer o ese esperar el requiebro y el piropo masculino para acabar de conformar una idea acerca de nosotras mismas. El riguroso y castrante encasillamiento en parcelas reservadas a uno u otro sexo, habitual y firmemente asentado en el imaginario colectivo y que condiciona el devenir de muchas personas. La arrogancia en ese hombre que se cree en poder de decidir y delimitar su espacio al margen de todo compromiso e ignorando sentimientos ajenos. Gestos y actitudes, voluntades, pensamientos sencillos tan imbricados en nuestra piel que ni siquiera somos capaces de reconocer. Y es por esa cotidianidad y esa inocencia con la que revisten su cuerpo, por lo que dejamos de prestarles atención bajando la guardia, incluso cuando existe una apuesta decidida en favor de posturas igualitarias entre ambos sexos. Yo convencida feminista desde siempre, al menos desde que pueda recordar, me sorprendo a mi misma -aunque me moleste confesarlo- aceptando sin pensar algunos de estos pequeños gestos. Y es que en sí mismos no tienen porqué encerrar nada malo, no hay que ser más papista que el papa. Es, sin embargo, el hecho de darlos por sabidos, de esperarlos por necesarios u obligados, lo que debiera llevarnos a reparar en ellos y valorarlos para aceptarlos o no. A mí, personalmente, no me molesta que me cedan el paso al entrar en una habitación, pero a veces soy yo la que lo cede solo por que me apetece hacerlo. Yo no acepto que se me pague una cuenta o se me compre un vestido tan solo por el hecho de ser mujer. Son esas cosas tan nimias y que parecen de perogrullo las que tejen poco a poco ciertas servidumbres innecesarias en hombres y en mujeres. No considero que pertenecer a uno u otro género genere prebendas añadidas ni tampoco y bajo ningún concepto, agravios comparativos que jueguen en contra de nadie.

Las cosas muy pequeñas adquieren importancia solo cuando reparamos en ellas y somos capaces de poner de relieve su auténtico valor. Puede que una sola amapola en el campo pierda identidad, pero lucirá de modo distinto su sencilla belleza en un jarrón de cristal. De igual modo prestar atención a lo usual nos permitirá ajustar comportamientos y modificar errores en cualquier sentido. Son muchas las voces que intentan minimizar su impacto. Muchos y muchas los que consideran una exageración el hecho de evidenciar esta sutil forma de manipulación. El comportamiento machista y sexista no lo es menos en función del tamaño del mal cometido. Lo subterráneo e imperceptible, a fuerza de hacerse rutinario, cobra su auténtica y demoledora fuerza. Que el salario femenino sea, en muchos casos menor, que el del hombre ante un mismo trabajo solo indica que hay una aceptación de tal hecho como razonablemente justo.  Que un hombre se crea en el derecho y el deber de piropear a una mujer solo quiere decir que aun hay gente, también mujeres, que jalean y dan por buenas sus palabras. Que algunas mujeres y hombres prefieran educar hijos varones  dispuestos a sumir el rol de macho alfa e hijas dispuestas a venderse como carne de mercado, es un hecho que no vamos a negar. Todas estas actitudes y toda evidencia machista viene arropada y  precedida de una puesta en escena que acepta y da por bueno el reírse a carcajadas y denostar el uso de un lenguaje inclusivo y no sexista, de aceptar como bueno que el caballero que llevas al lado sea galante mientras tu  guardas con celo tu propia cartera, mientras te dejas arropar por susurros y requiebros subidos de tono, mientras tú, hombre, intimidas a tu novia o a tu pareja con pequeños juegos de poder.

El camino es largo y largo el proceso que ha de conducirnos hacia la erradicación de algunos símbolos apenas perceptibles y comportamientos que mantienen y dan alas al más recalcitrante y casposo machismo. Largo asimismo el tiempo de lucha frente a un patriarcado feroz y paternalista, siempre auspiciado por hombres y mujeres de rancio proceder, cuya pretensión es seguir imponiendo férreos patrones a uno y otro sexo. Estamos ciegos si no lo reconocemos, si pasamos por alto las señales y permitimos que sigan encerrando bajo siete llaves nuestra propia esencia y la firme voluntad de decidir con voz propia.