Esa mañana, inexplicablemente, había despertado con ganas de iniciar la novela que durante tantos años había ido postergando. Casi llegó a sentir que el primer capítulo se lo dictaban desde el mismísimo cielo. El argumento, por lo demás, le pareció simple y sin la menor complicación.
Todo comenzaba frente a unas tazas de café. El personaje principal, un tipo de mediana edad, hombre pensionado, vital y cargado siempre de un sarcasmo entre melancólico y tierno estaba sentado en solitario, rodeado por varios grupos de jóvenes en la cafetería de la universidad. En la mesa y completamente al margen de todo cuanto ocurría a su alrededor, disfrutaba resolviendo crucigramas. Afuera, en la calle, había comenzado a llover con fuerza y desde entonces los estudiantes no dejaban de irrumpir atropelladamente en el recinto empapados por el agua. Por alguna extraña razón, su figura no suponía un gran contraste ni desentonaba en absoluto entre todos aquellos muchachos en edad de descubrir la vida. Él, ajeno al bullicio, mantenía su cabeza concentrada en una palabra que se le estaba resistiendo, hasta que una mujer de unos cuarenta años -luego ella le diría que vino al mundo en el 68- solicitó con amabilidad sentarse a su mesa. Levantó la vista, la miró con interés y lo primero que llamó su atención fue su cabello rizado mojado por la lluvia. Sus manos asían con firmeza la taza que sostenía entre las manos en busca de calor. Ninguno de los dos hubiera podido llegar a imaginar -así de inesperada y compleja es la vida- que justo en ese instante ambos acababan de iniciar un largo peregrinar hacia el amor.
Él desde luego jamás se hubiera atrevido a imaginarlo. Su rostro ocultaba, o más bien distraía, lo que sus pensamientos envolvían con celo. Con disimulo y un toque de caballerosidad dejó a un lado el pasatiempo que le había entretenido, la miró a los ojos y le preguntó abiertamente a qué se dedicaba.
-Soy profesora en esta universidad y los fines de semana canto en el bar de los enamorados. Soy la estrella del karaoke, exclamó de modo divertido echándose a reír. Después con tono sencillo, le devolvió la misma pregunta que él le había formulado y agregó con cierta sorna
-¿Cuál es la razón de estar sentado, como mosca en un vaso de leche, entre tantos jóvenes?
– Espero a mi hija. Ha tenido clase de emprendedurismo y le queda alguna más, respondió algo lacónico. Sin embargo al final esbozó una sonrisa con gesto jocoso.
– ¿Y por qué esa sonrisa?
– No, por nada. No es nada importante. Es solo que acabo de recordar que mi hija comenta que su profesora es extraña, que pone ejemplos ridículos y un poco extravagantes acerca de cómo salir de la pobreza. Yo le pregunto a menudo si ella es rica. -No sé, me dice. Lo único que conozco de ella es que en sus horas libres anda con libros de poesía bajo el brazo y con los pies en las nubes.
El rostro de su acompañante, hasta entonces risueño, se nubló al escuchar sus palabras. Su sonrisa perdió su anterior brillo, antes de añadir con expresión distante
– Mucho me temo en ese caso que soy la profesora de su hija.
Y así es como da comienzo esta novela romántica. El autor debería, a partir de este punto, dotarla de contenido y salpimentar la historia con algunos hechos que la logren más interesante. Se trata de ir incorporando poco a poco nuevos ingredientes. De relatar, por ejemplo, que la profesora es madre de dos hijos adolescentes a los que ve cada verano, ya que ambos residen con su padre el resto del año. Es posible deducir que ello que es una mujer divorciada, un estado que la convierte en persona especialmente atractiva para los hombres. Sin embargo el escritor no ha de ponerlo todo fácil. Una personalidad segura y algo fría podría trazar esa raya de Pizarro que le ayudará a tomar distancia de sus pretendientes.
Después, esa misma tarde, el hombre de cincuenta y tres años que acaba de conocer tal vez le proponga acompañarla hasta el metro y puede ser que ella decida aceptar su propuesta bajo la condición de que le recite algunos poemas con los que reparar su torpeza anterior. Uno al lado del otro caminarán varios metros bajo una pertinaz lluvia. Ninguno de los dos lleva paraguas. Él, amable, le colocará sobre los hombros su chaqueta y recitará sin arrogancia el poema prometido. A lo largo del recorrido habrán de sortear a los muchos estudiantes que corren por el campus para guarecerse de la lluvia en algún lugar. Él le contará que dispone de tiempo para seguir a su lado. Por ahora no tiene la menor prisa, a su hija le quedan aún dos materias más aquella tarde. Ella, con sorpresa, se confesará a sí misma que hacía mucho que no recordaba esa sensación de flotar sobre una barcaza. Todo cuanto sucede le hace sentirse en Venecia, tan solo echa de menos la figura de un remero que les lleve por sus aguas.
El autor de la novela se detiene en este instante, reclina su cuerpo en el asiento y deja escapar una densa nube de humo del cigarrillo que acaba de encender. Vuelve a dar una calada profunda de pura satisfacción. Se siente pletórico y lleno de entusiasmo. Su novela ha iniciado al fin el vuelo y la contempla encampanada, como una enorme cometa sostenida por los vientos del amor.