«Toda la esencia del hombre está formada por las sensaciones de hambre, frío, por ofensas, pérdidas y miedo a la muerte. En estas sensaciones está toda la vida, por ella se puede sufrir, se la puede odiar, pero nunca despreciar» -Antón Chejov. –

Nelson Mándela, líder sudafricano que nos enseñó a luchar por la preservación de nuestras ideas y a no sucumbir ante las pretensiones maledicentes de quienes se creen superior a otros por su color, condición social, económica y/o etnia. Madiba, como le llaman en su país, dejó plasmado en su obra El largo camino hacia la libertad que: «En todas las partes, las similitudes entre los pobres, son siempre mayores que las diferencias».

 

Peña, mártir y líder de esta nación, quien guarda colindancias en algunos aspectos con Rolihlahla, siempre lo supo, pues como la inmensa mayoría de los suyos, vivió cada etapa procesal de la miseria y probó el sabor amargo de la pobreza en un país donde serlo, es lo mismo que morir en vida. Conoció de primera mano el dolor de la escasez y sintió el mismo frío que arropa a los depauperados cuando la oprobiosa mano del Estado se alza con el pan del colectivo.

 

Su lucha por la instauración de un gobierno por y para la gente, a partir del desarrollo integral e inclusivo de todos, la participación activa de un Estado garante de la redistribución de la riqueza, generó siempre, igual que el caso Mandela, salvando las diferencias, una persecución descarnada en su contra, auspiciada por quienes vieron en él la grieta que amenazaba la permanencia del statu-quo criollo aún vigente.

 

En contra de José Francisco, grande entre los grandes, magnánimo, desprendido, virtuoso, carismático, aclamado, querido y a veces odiado, como pocos en esta tierra de incautos, se tejieron las peores calumnias y se articularon las estrategias más rastreras políticamente registradas para destruir un hombre común. Todo ello, con el fin de mermar un liderazgo genuino y único, que, a oveinticinco años de su partida física, nadie ha podido suplantar.

 

Su lucha, feroz, aguerrida e inquebrantable en favor de las mayorías, de las que fue sin dudas el autentico representante, constituyó la antorcha que iluminó el camino de una juventud inquieta que hoy adormece complacida por el sopor que provocan los asientos burocráticos del poder. Esa batalla constante, fue su insignia. La marca de líder real, un guía entregado por entero a las mejores causas de la nación que le dio un nombre y un sitial privilegiado a pesar de tener en contra el viento.

 

Su compromiso con la historia está plasmado en episodios incuestionables. Todos reconocemos su participación activa en aquella gesta de abril donde se pretendió restaurar la institucionalidad menguada a partir de aquel golpe de Estado que sacó del Gobierno a Bosch. La marcha hacia el Capitolio para mostrar al mundo las injusticas cometidas por el gobierno de entones y, esa manera tan especial de estar donde el pueblo, porque perdió el aliento, lo requería.

 

En 1994 demostró integridad, honor, coraje, astucia, valor, desprendimiento y, sobre todo, respeto por la vida de la base social de sus aspiraciones y su parido. Entendió que su figura como hombre de Estado, estaba muy por encima de sus apetencias políticas de poder, e ignoró una propuesta jugosa del caudillo de la Máximo Gómez 25, para apostar a la elaboración del documento en el que hoy se sustenta la democracia como la conocemos ahora.

 

El sacrificio José Francisco Peña Gómez, no ha sido medido en justa dimensión. Su liderazgo no puede ser cuantificado a partir de un solo hecho, su legado, a veces difuso por la poca práctica de sus discípulos, estará presente en cada fragmento normativo propuesto en las subsiguientes reformas con base en lo que denominó Socialismo Democrático. En las juntas de vecinos y clubes deportivos, en las arengas políticas y en las críticas al poder. En cada espacio donde se instaure una lucha a favor de la gente estará presente Peña, vivo y activo, como algo más que un discurso.