La historia política nos ha demostrado en reiteradas ocasiones que el poder sin los debidos controles y contrapesos puede convertirse en un arma muy peligrosa, que amenaza el equilibrio y la confianza de la sociedad. Cuando los que ocupan posiciones de autoridad traspasan los limites legales o éticos, erosionan las instituciones y el sistema democrático, dañando irreversiblemente la confianza que los ciudadanos depositan en ellos; como afirma el filosofo y politólogo Montesquieu, “el poder absoluto corrompe absolutamente”, lo que destaca como los abusos del poder conducen, inevitablemente, al deterioro de la estructura social y a la corrupción.
El poder y su fuerza en manos de lideres con excesiva confianza, degenera en un autoritarismo que viola los derechos fundamentales de la gente y destruye las instituciones democráticas. Un ejemplo emblemático al que siempre hacemos referencia fue la caída del Imperio Romano, ilustra como la falta de control sobre las autoridades provocó la decadencia de un sistema otrora formidable.
En la última etapa, el imperio vivió un colapso progresivo de las instituciones que habían sido su base, en parte por la actitud de sus lideres -los que privilegiaron sus intereses sobre los de la comunidad-, ignorando las leyes y consecuentemente manipulando la administración de justicia a su conveniencia, lo que parió una sociedad desprotegida, vulnerable, que perdió la fe en sus gobernantes. Sí, en el ámbito local hemos tenido casos.
Una de las principales consecuencias de vulnerar las normas y abusar del poder es la pérdida de legitimidad. Sin la validez que concede el sello del respaldo popular y la adhesión a la ley, cualquier líder u organización política queda debilitado. Cuando la confianza se quiebra, la respuesta social puede ir desde la desobediencia civil hasta la confrontación activa, fenómenos que han sido ampliamente documentados en levantamientos históricos y movimientos sociales como ocurrió en la Revolución Francesa.
En ese momento, los excesos de la monarquía, su abuso de poder y desprecio por la ley culminaron en un levantamiento popular que reclamaba justicia, igualdad y el fin del autoritarismo.
En el ámbito legal, la importancia de respetar los principios de justicia y las leyes se vuelven más evidentes cuando comprendemos que las normas no son simplemente leyes abstractas, sino el reflejo de los valores que comparte la sociedad. Cuando un funcionario público o autoridad incumple, viola o manipula las leyes, lo que pone en juego es la estabilidad del pacto social.
Max Weber, uno de los teóricos más influyentes respecto de la legitimidad en la política, afirmaba que “una estructura política que se basa solo en el poder y no en el respeto de la legalidad y la ética, está destinada a provocar su propia ruina.” Esa advertencia aún tiene vigencia: si no respetamos las leyes, el tejido social se debilita y la sociedad se convierte en un campo de resentimiento y desconfianza.
Cuando un gobierno actúa con respeto por las normativas y asume su función con compromiso ético fortalece su legitimidad, porque los ciudadanos reconocen que sus derechos y libertades están protegidos. Así se logra una sociedad más estable y armónica, qué estimula una relación de confianza en la que el poder es valorado como un servicio al bien común, en lugar de oportunidades para el servicio sectorial o personal.
Si hay algo que se parece a la nueva política es la moderación en el ejercicio del poder. Cuando el liderazgo político falla en controlar sus ambiciones y opta por los excesos, las consecuencias se manifiestan en la desconfianza ciudadana, con el colapso de las instituciones y el deterioro de la cohesión social.
La historia política mundial -y por supuesto la criolla- nos enseña que excederse solo conduce al colapso de los sistemas políticos y con esto al sufrimiento de las personas, pues, como lo advirtió Montesquieu, “el poder no debería estar en manos de quien no pueda limitarlo.”