La música de todos los días, la que nos cae desde la radio, la calle, las dulces ambientaciones de aeropuertos y centros comerciales, nos sigue arrojando la pregunta en torno a cómo influye en nuestra calidad de pensamiento, si no de temperamentos.
Si se trata de estimular la “eficiencia” de los jóvenes cuando éstos son todavía bebés, poniéndole a Mozart antes y después de la leche, ¡cuidado!, porque no siempre el “efecto Mozart” podrá cumplir todas las conjeturas. Resulta que dos científicos publicaron en 1993 un artículo en la revista Nature donde suponían que la audición de la Sonata para dos pianos en Re mayor K 448 de Mozart en tiempo temprano, producía un despegue del cociente intelectual. ¡Pero cuidado con estos supuestos de la psicóloga Frances Raucher y del neurólogo Gordon Shaw, que por ahí vino el doctor Chabris, en 1999, y derribó esta teoría! (Para nuestros lectores interesados, recomiendo esta página con amplias informaciones sobre el tema: https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/10476958/)
A quien sí impactó la música en el Santo Domingo del último cuarto del siglo XIX fue a los hermanos Pedro y Max Henríquez Ureña. Compañía, complemento, la música no estaba en el fondo, sino en el centro mismo de la casa y las emociones. Fuese en las procesiones de Semana Santa o en conciertos en la Iglesia de Regina, con los cantos de sus tías y su entorno familiar, la atención de los niños se fijó tanto en esas artes, que decidieron estudiar piano.
Sin embargo, Pedro tuvo que confesar en sus “Memorias”: “Comencé a aprender el piano, al mismo tiempo que Max (con quien, como de costumbre, lo hacía todo); pero mis manos nunca fueron dóciles a mis deseos, y no pasé de tocar con dificultad algunas piezas cortas, como el Adiós al piano atribuida a Beethoven y la Serenata de Schubert.”
Ya en Nueva York, donde ambos llegaron en 1901, con 16 años, se les reveló la magia de los grandes escenarios de la ópera y el teatro. Lo que eran nombres casi divinos, como el de Richard Strauss, se convirtió en música en vivo. Desde entonces fueron asumiendo las propuestas nietzscheanas de almas totales: aquellas que viven en el arte. Música, pensamiento, armonía, bien, belleza, todo devino en un diccionario propio, en un continuum. Porque sí, como planteaban desde el otro lado del Atlántico autores como Mathew Arnold, Walter Pater y John Ruskin, sin olvidar gran orfebre de la alharaca, Oscar Wilde: el arte también puede transformar y mejorar al ser humano, cuando en la identificación hay una asunción y un compartir cotidianos de la belleza que se recibe.
Para esos años newyorkinos de 1901-1903 el autor preferido de Pedro era Richard Wagner, según sigue contando en sus Memorias. Tal vez este gusto suyo fuese una respuesta al ambiente local, donde los dioses de Schubert y Chopin se enseñoreaban en aquello escasos salones musicales criollos.
La música jugaría para los hermanos Henríquez Ureña un papel tan destacado como las letras. Max no sólo se convirtió en un diestro pianista, sino también ofrecería una serie de cursos de apreciación musical, llegando a publicar importantes ensayos sobre el tema. Pedro se quedó siendo el crítico refinado, en Nueva York, La Habana, Ciudad México. La música también le sirvió para pensar “la identidad nacional”, como cuando enfrentó la obra de Enrique Granados a “lo hispánico”. Una conferencia suya sobre la música en América latina le valió, por su parte, una amplia respuesta, desde los ámbitos de la musicología, por parte de Esteban Peña Morel, en las páginas del Listín Diario.
Tal vez sus días de mayores reflexiones en torno a estos temas se dieron durante sus dos estancias españolas, en 1917 y 1920. La figura central sería la del musicólogo Adolfo Salazar, a quien Pedro le publica en 1921 su libro “Andrómeda. Bocetos de crítica y estética musical”, y para quien escribe un prólogo más que brillante, toda una clase magistral. (Esta obra ha sido reeditada por Ediciones Cielonaranja y está disponible en: https://www.amazon.com/dp/B0B8XNMQVC)
En 1929 Pedro estará tratando de echar raíces en Argentina, como profesor de Secundaria en La Plata, colaborador de La Nación, y con dos hijas, de seis y tres años, y con una mujer con frecuentes depresiones. Aún así, las fuerzas le dan para organizar una Sociedad de Arte, armas exposiciones de pintura y ofrecer charlas-conciertos. Para lo que no le daba el tiempo, seguramente, era para redactar aquellas intervenciones públicas. A falta de ensayos respectivos, tendremos que conformarnos con las reseñas de prensa.
El periódico de La Plata E Argentino, del 28 de julio de 1929, recogió una de estas conferencias de apreciación musical. Junto a la explicación en torno a cómo a partir de Claude Debussy podría hablarse de “música contemporánea”, se van desgranando nombres de los autores más relevantes, desde aquella vanguardista escuela de Viena hasta la francesa. Es curioso que años después, en un disco Glenn Gould, “The Glenn Gould Legacy, Vol. 4”, podamos oír piezas de estos mismos músicos: Scriabin, Schoenberg, Berg, Prokofiev, Hindemith, Krenek.
Pero mejor leer la reseña a esa conferencia, que aquí va:
EL DOCTOR HENRÍQUEZ UREÑA DISERTÓ AYER SOBRE LA MÚSICA ACTUAL.
EL ACTO SE DESARROLLÓ EN LOS SALONES Y BAJO EL PATROCINIO DE LA BIBLIOTECA “VERDI”
EXQUISITO PROGRAMA MUSICAL
Ayer por la tarde, según estaba anunciado, se realizó en los salones de la biblioteca musical “Verdi” la primera de las sesiones musicales de la serie organizada por la comisión directiva para el corriente año. La iniciación de esta clase de actos no ha podido resultar más promisora, pues el local donde funciona la referida entidad musical resultó excesivamente pequeño para contener a la concurrencia; debiéndose tener presente que se limitó la invitación a los socios exclusivamente.
La conferencia estuvo a cargo del doctor Pedro Henríquez Ureña, quien desarrolló, con la erudición y finura intelectual que lo caracterizan el tema: “¿Qué es la música actual?”
El disertante anunció previamente que el doctor Juan Carlos Pini, que tenía a su cargo la parte de canto del programa, no había podido concurrir por hallarse enfermo, habiéndose prestado gentilmente a sustituirlo, la señorita Rosalina Crocco, distinguida cantante porteña.
Luego, el doctor Henríquez Ureña entró de lleno al tema fijando ante todo que entendía por actual, solamente, la música occidental que se encuentra dentro de la línea de desarrollo que parte de Debussy o en las corrientes que convergen a ella. Quedan, pues, fuera de ese radio, la música popular —que actualmente es un fenómeno exclusivo del campo— y la música vulgar, producto característicamente ciudadano; dos cosas muy distintas entre sí como lo ejemplifican la vidalita y el tango. También debe excluirse del sentido de “actual” mucha música semiculta que va desde las romanzas de salón hasta ciertas formas de ópera. Hay más: viven todavía muchos compositores viejos y famosos que nada tienen que ver con las tendencias del siglo XX, tales como Mascagni o Giordano, en Italia o Ricardo Strauss en Alemania, que representa la última manifestación romántica dentro de las líneas trazadas por Wagner, Liszt y Berlioz.
Al terminar la guerra europea —continuó el Conferenciante— muerto Debussy, los representantes máximos de la música contemporánea eran Ravel en Francia, Stravinski en Rusia y Falla en España. Podría agregarse a Schoenberg en Austria. Hoy, aquellos grandes músicos, si bien no han sido superados por los más jóvenes, ya que Falla y Stravinski, por ejemplo, han producido sus mejores obras durante los últimos diez años, empiezan a parecer viejos maestros, y la juventud tiende hacia continuas innovaciones. En Francia, Poulenc, Honegger, Milhaud son personalidades de primer orden; en España, toda una juventud surge para demostrar que eran ciertas las enormes perspectivas abiertas por Pedrell, y Ernesto Halffter se presenta cómo capaz de continuar dando a la música española la importancia universal que debe a Albéniz, Granados, Falla y Esplá; en Rusia, no sólo se define la vigorosa personalidad de Prokofiev, sino que una desordenada multitud se lanza a escribir música; aun en Alemania, tan ortodoxa en música, ha surgido por fin un grupo innovador, decidido a separarse del siglo XIX, con Hindemith, Krenek, Berg, Weil, que ya empiezan a conocerse entre nosotros. Y en todas partes, el nacionalismo musical, que tiene su origen en el romanticismo, pero que sólo ahora da sus frutos, estimula las innovaciones.
Para explicarnos el actual movimiento en música —dijo el doctor Henríquez Ureña— puede tomarse como hilo conductor el nacionalismo. Es sabido que Debussy, después de una severa educación académica que culminó en el premio de Roma, después de un período de fervorosa admiración por Wagner, quiso renunciar a todo eso y colocarse dentro de la tradición francesa, estimulado, además, por el ejemplo de los rusos, cuyo famoso grupo de “los cinco” todavía era desconocido entonces para la mayor parte de Europa. Pero hay algo que generalmente se ignora, y es que también el estudio de los cantos populares españoles, publicados por Pedrell, lo estimuló en sus investigaciones. El nacionalismo, que había comenzado entre los románticos por ser mera utilización de los temas populares, como en las “Rapsodias” de Liszt, pero con un ropaje que se creía universal, cuando se comprendió bien vino a significar la demostración de que en cada pueblo puede crearse un sistema musical independiente: a los tipos nacionales de melodía corresponden sistemas armónicos y modales diferentes. En realidad, lo que se necesita es estudiar cuidadosamente los temas populares y derivar de ellos el sistema musical íntegro.
Este descubrimiento significaba la ruina del sistema académico que imperaba en Europa. Después de la polifonía contrapuntística, se había impuesto desde el siglo XVIII el sistema sinfónico, que llegó a influir sobre la música de teatro transformándola totalmente. Este lenguaje sinfónico pasó por universal durante mucho tiempo. Las características nacionales podrían, utilizarse de modo incidental, pero nada más: los tratados decían cómo había de componerse la buena música y no había que discutir. Pero el nacionalismo tenía que demostrar, a la larga, que no existe un lenguaje musical universal; que la música de Asia es incomprensible en Europa y viceversa. Toda la música actual niega el sistema de los tratados y de los conservatorios. Esta negación lleva, por supuesto, a. la libertad: libertad implícita en todo movimiento romántico, pero que no siempre se hace clara desde el principio. Así, la música siguió creyendo en su retórica mucho más tiempo que la literatura.
Estas negaciones afectan en primer lugar a los temas o melodías, que pueden tomar ahora formas variadísimas, desde las enérgicamente caracterizadas de tipo popular hasta las de línea vaga e indecisa a la manera de ciertas melodías griegas antiguas; luego al desarrollo, que aun en las composiciones que conservan nombres clásicos ha dejado de ser el que fue, y que puede desaparecer por completo; después al ritmo, que, en vez de ser uniforme, puede sincoparse como en la mayor parte de las músicas de origen popular (especialmente el jazz, cuyas peculiaridades rítmicas han sido estudiadas con atención y con fruto por todos los músicos del siglo XX desde Debussy) o puede desaparecer, como en el canto llano y el “cante jondo”; en cuarto lugar a los modos, que en occidente se habían reducido a mayor y menor solamente, pero que pueden ampliarse como antiguamente o disolverse, como lo hace Scriabin; y finalmente a los tonos y en general a toda la armonía, que se ha ido enriqueciendo con disonancias.
Al mismo tiempo, gran número de los compositores del siglo XX se declaran paradójicamente, a los ojos del vulgo, buscadores de un nuevo clasicismo y partidarios de la música verdaderamente musical. El siglo XIX tuvo a la música sujeta a demasiadas. servidumbres. Por– ejemplo, la servidumbre literaria; a la letra del drama, o de la poesía o al “programa” de los poemas sinfónicos. O bien la servidumbre escolástica de los “temas y variaciones”, o bien la servidumbre del ruido en las orquestas y los pianos. estrepitosos. Se mira, pues, hacia atrás, hacia los compositores que atendían a las cualidades intrínsecamente musicales, como Palestrina, Bach, Rameau, Mozart. Pero más recientemente se nota una reacción que tiende a no reducirse a la “música pura” y a legitimar la expresión de sentimientos.
El doctor Pedro Henríquez Ureña terminó su interesantísima disertación, que fue largamente aplaudida, con la lectura de una serie de opiniones de Manuel Falla sobre la expresión musical.
Acto continuo, la señorita Rosalina Crocco, acompañada al piano por el señor Emiliano Aguirre, cantó varias composiciones antiguas y otras pertenecientes a músicos actuales. El tono límpido de la voz de la cantante, unido a la sugestión de los temas musicales, casi todos tejidos sobre canciones populares, fue la razón del éxito de la señorita Crocco, que debió repetir la última pieza.
El programa musical estaba integrado por las siguientes composiciones: “In torno all’idol mio”, de Marco Antonio Cesti, compositor italiano del siglo 18; “Se tu m’ami” de Pergolesi, también del siglo 18: “Chanson de celui qui attend” y “Air de valse”, dos canciones del compositor suizo G. Doret y “L’eau qui court”, de Alexander Georges.
En la segunda parte cantó “Air de l’enfant” de Maurice Ravel; la “Chanson de Blaisine” del compositor provenzal Déodat de Severae; “Berceuse” de Gretchaninoff y “La femme du soldat” de Rachmaninoff.