Llegamos a Pedernales en un bimotor de la Aviación Militar Dominicana, viajábamos mi madre, mi hermana y el que esto escribe, una tarde de 1949. Sentimos el miedo de viajar por primera vez entre las nubes. Mi padre había caído en desgracia con el régimen después de la invasión de Luperón; el traslado, uno de diez durante ese año, fue una condena. Él nos recibió en una improvisada y pedregosa pista de aterrizaje.

En épocas del Generalísimo, trasladar a un oficial a pedernales era castigo y posible sentencia de muerte. Pero allí estábamos, a expensas de órdenes superiores. El resto de la historia es digna de contar, pero la contaré otro día. Hoy solo importa Pedernales.

Esa comarca fronteriza fue la Siberia caliente del dictador, un exilio inhóspito y aburrido. Entonces era una aldea dominada por una pequeña fortaleza rodeada de casuchas destartaladas y otras pocas amplias y pintadas. En las noches sudorosas se mataban mosquitos esperando la hora de intentar dormir cubiertos por mosquiteros, aireados por aspas de abanicos ruidosos y oxidados. En el día, los militares bregaban con haitianos e inspeccionaban la frontera.  Pedernales estaba “en casa del carajo” y allí te enviaban para joderte y recordarte que la lealtad estaba por encima de los principios y de la vida.

Mis memorias de aquella aldea son escasas, pero precisas: casuchas, caminos polvorientos, trillos, una escuela de tablas de palma y techo de zinc, pupitres de madera. Rememoro una jaula hecha de varillas de coco que apresa una ciguita, construida por un sargento mal uniformado. Conservo imágenes de mi padre nadando por un rio cristalino mientras recogía berros para la ensalada; y también un par de “jeeps” levantando polvos que agregaban sucio a la hilera de bohíos sin puertas.

Ese poblado primitivo, habitado por la miseria y el descuido, siguió siéndolo durante y después de la dictadura. Políticos y gobernantes nunca dejaron de hablar de sus necesidades, de tenerle pena, de prometerle cosas, de hablar de su abandono y de considerarlo el pasadizo de ilegales haitianos. Sin embargo, aquella aldea mugrienta que vi cuando niño nadie intentaba redimirla. Igual que muchos grandes problemas de nuestro país, quedaba inundada de retórica y seca de acciones.

Esos archivos memoriosos, súbitamente volvieron a  iluminarse al ver la fotografía del primer crucero atracar en el Puerto de Cabo Rojo. Fue la instantánea de  palabras  pasando a la acción. “Hechos son amores y no buenas razones”

Sin carecer de cuestionamientos- necesarios y obligatorios en cualquier democracia- el proyecto para el desarrollo turístico de esa región es un acierto del que tenemos que regocijarnos y felicitar al gobierno.

Tengamos lo claro:  el dominicano tiene bien ganado el derecho a sospechar de todo el que nos gobierna. Sospecharemos por igual de este proyecto. Ni durante nuestra maltrecha democracia, ni entre la delictiva clase política, ni entre egoístas e insaciables empresarios, se han hecho las cosas como deberían hacerse. Todos trampeamos y nos trampean. Lo hicieron ayer y lo hacen hoy.

Pero si nos ponemos a pensar, no importa si pudieran existir chanchullos; que sea el “gran negocio” de empresarios allegados al gobierno; que se utilice como propaganda electoral; o que existan trampas en el fideicomiso. Esa provincia, con trampas o sin trampa, es beneficiaria, por primera vez en su historia, de una acción contundente, trascendental y permanente, que cambiara la suerte del sur dominicano.

Además-hasta que se demuestre lo contrario- el proyecto de desarrollo parece estar dentro de la ley. Aunque soy de los que opina que lo que allí vaya sucediendo debe vigilarse, evaluarse cuidadosamente y, si fuese necesario, llevarse ante los tribunales.

De llegar en avioneta siendo un niño a ese ruin y misero pueblucho fronterizo- abandonado a su suerte desde su fundación- y ver desembarcar a miles de turistas por su moderno puerto turístico, no puedo albergar otra cosa que no sea optimismo y alegría.