«Paso del Norte, que lejos te estás quedando», canta un antiguo corrido. Así se llamaba esta frontera antes de que adoptara su nombre actual en honor a Benito Juárez, el ubicuo presidente mexicano. El otro lado, el gringo, por lo menos conservó una parte: El Paso. Un cruce, un paso que no solo es muy transitado, sino que también cada vez más peligroso.

Estas palabras iniciales y tristes vienen a cuento por culpa de una noticia escalofriante: Treinta y ocho migrantes mueren en un albergue (léase centro de detención de legalidad dudosa, regenteado por el Instituto Nacional de Migración, INAMI) durante un incendio el pasado lunes 26 de marzo, en dicha ciudad fronteriza. Gente venida de Guatemala, Venezuela, Honduras, El Salvador, Ecuador y Colombia ha muerto en medio de las llamas y otros tantos permanecen en estado crítico…

Según esto, el fuego fue provocado por los propios migrantes que, ante la amenaza de la deportación, trataron de armar un motín. Lo que se sabe: cuando empezó la humareda los vigilantes simplemente se fueron del lugar con todo y llaves y no se les ocurrió abrir la reja. Lo que no, o no se quiere aclarar: ¿Quién ordenó arrestarlos, por qué, por vender chicles en la calle, por limpiar parabrisas en las esquinas, por intentar sobrevivir primero para poder cruzar después?

Luego pasó lo de siempre: Furibundas declaraciones de funcionarios reprobando el hecho y prometiendo investigaciones serias y castigos ejemplares. Frases huecas y repetidas que no llegan a nada concreto. Por ejemplo, los secretarios de Gobernación y de Relaciones Exteriores están más preocupados por su futuro político (sueñan con ser candidatos presidenciales) que por atender este fenómeno con una perspectiva humana. Se arrojan la bolita de la responsabilidad, miran para otro lado y esperan que pronto se olvide este drama para volver a la politiquería.

 

 

Sin embargo, el gobierno actual, que se jacta de ser distinto a los anteriores, que se atraganta con conceptos como soberanía o independencia, no pudo resistir la presión de sus vecinos yankees. El adorado de Donald Trump, cuya campaña de culpar de todas las desgracias a los migrantes mexicanos ha sido exitosa, obligó al gobierno a convertirse en la primera barrera ante «La invasión de esos bad hombres», so pena de gravar y bloquear las exportaciones mexicanas.

Por eso, desde aquel momento la Guardia Nacional los recibe entusiasta y agresivamente. Un drama más en el viaje tormentoso, salpicado de muerte y violencia hacia estos contingentes. Eso sí, los discursos que hablan de la hermandad latinoamericana y de todo lo que tenemos en común, que si la lengua, la religión, las costumbres; bla bla bla bla, se vuelven humo ante esta realidad atroz, ante esta jungla sin leyes… Por lo menos existen asociaciones (en ambos países) que auxilian a estos valientes viajeros, baste recordar la labor excepcional de esas mujeres conocidas como las Patronas de Veracruz…

Asimismo, el gobierno norteamericano ha ofrecido recibir y atender a las víctimas que convalecen gravemente en los hospitales de Juárez. Nada de recordarles que el propio Tío Sam ya tiene un largo rato aplicando el programa Stay in Mexico; es decir, las personas que manifiestan su deseo de mudarse al Happiest place on earth, deben esperar en el lado sur, mientras resuelven su solicitud. Eso genera problemas sociales, económicos, sanitarios en la tan maltrecha frontera. Por supuesto, la solución es ponerlos a salvo en albergues enrejados. ¿Qué podría suceder, algún  incendio y sus funestas consecuencias?

En fin, qué intenso que estoy, ni para qué recordar a aquel personaje Rulfiano que se pregunta en qué país se encuentra. Mejor invoquemos a Juan Gabriel, el Divo de Juárez, que con ánimos fiesteros cantaba eso de: «A mí me gusta mucho estar en la frontera, porque la gente es más sencilla y más sincera». Todos somos gente, quisiera suponer. En especial los inmigrantes que merecen algo más que muerte y humillaciones sin fin.