Gana Gustavo Petro el 19 de junio de 2022 en Colombia y, según las encuestas, el próximo gobernante de izquierda en la región será Luiz Ignacio Da Silva (Lula) en Brasil. No cabe duda que nuevos vientos soplan en la región.
Esta nueva ola de izquierda es menos radical que la que se inició con Hugo Chávez en 1999 y que termina con Rafael Correa de Ecuador en 2017. En esta primera ola se llegó a plantear la posibilidad de un socialismo del siglo XXI, pero esto no pasó de gobiernos neodesarrollistas que procuraban fortalecer el control del Estado de la economía nacional y aplicar políticas sociales distributivas.
Diferentes factores explican el fin de la primera ola. Entre otras razones, se aprecia el descenso de los precios de los productos de exportación, desgaste político, alejamiento de los movimientos populares, el resurgir de la derecha, etc. Ahora bien, la irritante desigualdad volvió a profundizarse con una nueva aplicación de reformas neoliberales e hizo que la derecha fracasara en diferentes países y propiciara las condiciones políticas para un regreso de gobiernos progresistas.
Esta nueva ola se inicia con la elección de Andrés Manuel López Obrador (Amlo) en México en 2018 y luego es seguida por el triunfo de Alberto Fernández (2019) en Argentina, el retorno del partido de Evo Morales al poder con Luis Arce (2020) como presidente. Asimismo, se dio la victoria de Xiomara Castro (2022) en Honduras y Gustavo Preto en Colombia (2022). La nueva ola se extiende hasta nuestros días.
México no pudo unirse a la primera ola progresista porque a Amlo se le hizo un tremendo fraude en 2006 y no pudo acceder a la Presidencia. Sin embargo, una crisis insuperable de los partidos neoliberales le abrió la posibilidad para que tuviera un triunfo contundente en 2018. Amlo y los demás gobiernos de la segunda ola de gobiernos progresistas buscan corregir políticas antipopulares, fortalecer la economía popular y revertir lo peor de las políticas neoliberales. Esto no es poca cosa en una región que sigue bajo la dominación de Estados Unidos.
Se podría decir que los gobiernos de la nueva ola progresistas no son tan radicales, pero tienen propuestas que ayudan mucho a nuestros pueblos; sus políticas sociales alivian la pobreza y, al mismo tiempo, dinamizan la economía e incentivan el consumo, lo cual, a su vez, ayuda a los empresarios. De ahí que sean gobiernos que representan intereses diversos y democráticos. Lo que lo distingue de los gobiernos neoliberales y de derecha es su política social, el interés por fortalecer el control nacional de la economía y perseguir una política internacional que tenga una relativa autonomía en relación a Estados Unidos. Tanto en la primera como en la segunda ola, los gobiernos progresistas procuran aprovechar la oportunidad de comerciar con China y conseguir préstamos e inversiones extranjeras directas.
Si vemos el lugar de América Latina en el contexto internacional, donde hay una rivalidad económica y política entre Estados Unidos y China, empeorada por la guerra en Ucrania y los problemas económicos que esta ha generado, se puede observar que, potencialmente, se abren oportunidades para que la región pueda sacar provecho y proyectarse a escala mundial.
Sin embargo, se observan grandes desafíos y cabe interrogarse ¿Cuál es el instrumento o los instrumentos más adecuados para aprovechar la coyuntura? Un problema clave, entre otros, en nuestra América es que los partidos de la vieja y la nueva ola de gobiernos progresistas que llegan al poder no son realmente tales sino partidos-movimientos que no están bien articulados como partidos políticos para funcionar de una forma eficiente en el marco de la democracia liberal. En diversos casos estos gobiernos como en Chile, Perú y, ahora Colombia, no tienen mayoría en el congreso, lo cual les fuerza a negociar y, consiguientemente, a limitar el alcance de las reformas perseguidas. El gran reto es desarrollar la capacidad institucional para poder llevar a cabo negociaciones serias que no menoscaben los derechos ciudadanos y en estas circunstancias necesitan del apoyo de las organizaciones y movimientos populares.
Sin embargo, el grave dilema de los gobiernos progresistas es que una vez llegan al gobierno tienden a alejarse de los movimientos populares que les ayudaron a llegar al poder y se convierte en maquinarias electorales. Esto fue lo que pasó con Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Lula y Dilma Rousseff en Brasil durante la primera ola. En todo caso, la cuestión no es solo que se conviertan en maquinarias electorales, sino que no tengan la fuerza institucional y legitimidad popular que les permita negociar con los poderes nacionales e internacionales de una manera ventajosa para afianzar la democracia mientras se toma en cuenta los intereses de los sectores populares.
En la segunda ola el caso de Andrés Manuel López Obrador (Amlo) en México nos puede servir para ilustrar nuestra hipótesis. Amlo fundó el Movimiento Regeneración Nacional (Morena) en 2011 y lo inscribió como partido en el Instituto Nacional Electoral (lNE) en 2014, pero, a medida que se acercaba al poder, empezó a hacer la transición de partido-movimiento que acompañaba a los movimientos populares a una maquinaria electoral y nada más. En ese sentido, Amlo ya no representaba un peligro para los poderes y era aceptable tanto a nivel nacional como internacional.
Sin embargo, en el caso mexicano se observa algo interesante: el presidente usa los recursos del Gobierno federal para aplicar una política social efectiva que le da mucha legitimidad y apoyo, pero su partido se ha convertido en una máquina electoral que ya no acompaña a las organizaciones y movimientos populares. A los líderes de Morena parece que solo le interesa ganar elecciones, aprovechándose de la popularidad de un presidente que no se puede relegir. Existe, pues, una dualidad que no contribuye a fortalecer la democracia participativa y mucho menos la consolidación de las organizaciones populares. Si Morena siguiera en este rumbo podría convertirse en el nuevo Partido Revolucionario Institucional (PRI), el cual estuvo en el poder por más de setenta años, pero hoy se encuentra en práctica disolución.
Igualmente, la experiencia de Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, muestra que, aunque estos llegaron al poder a través de un partido muy cercano a los movimientos popular y sindical, una vez se afianzaron en el poder se distanciaron de los movimientos que les ayudaron. Esto plantea un gran reto para que América Latina logre aprovechar la actual coyuntura de debilitamiento de los Estados Unidos. Luce que no tenemos partidos políticos lo suficientemente fuertes para manejarse dentro del marco de la democracia liberal y mantener un vínculo fuerte con los movimientos populares que les ayudan a ganar elecciones. Este es un gran reto y parece que no se observan soluciones prácticas a corto plazo. En conclusión, mientras los movimientos populares no logren desarrollar organizaciones fuertes que le permitan ejercer presión a los partidos-movimientos convertidos en maquinarias electorales, la consolidación de la democracia estará en duda porque los sectores dominantes no cederán terreno a menos que sean forzados.
Emelio Betances (visite www.emeliob.medium.com si desea leer ensayos y crónicas sobre nuestro tiempo).