Al llegar a mi casa, después de 4 días de visita obligada en la Clínica Abel González, tres de esos amaneceres de esperanza en UCI producto de la necedad de no cambiar nuestro ritmo de vida, sentí la alegría del renovado, al que se le ha dado una nueva oportunidad para vivir la cual debo aprovechar. Con el mimo de amigos de larga data, que son parte ya de mi familia adquirida por voluntad recíproca, que tienen nexos tan indisolubles como los de sangre, tomé el celular para ver la toma de posesión del nuevo presidente de Colombia, el izquierdista Gustavo Petro.

 

No sé si fue lo sensible que me dejó mi forzada estadía en los mundos de lo casi desconocido o si fue mi dilatada identificación con la solución de los problemas ancestrales de esa patria, esa ceremonia de traspaso de mando sacó de mi la susceptibilidad propia de aquellos ciudadanos que aspiran y esperan cambios reales que acorten las históricas y profundas inequidades sociales que acusa nuestra nación.

 

Lo sucedido en Colombia es épico, es el logro de lo imposible, el primer gobierno de izquierda que llega desde la fundación de la República, como ellos se autonombran la victoria de los nadies, que a partir de este sueño hecho realidad logrará la visualización para que las políticas públicas sean dirigidas a proteger a los más, no a los menos como hasta ahora.

 

60 años de guerra ha destrozado el alma y el cuerpo social de esa hermoso país, esas marcadas e insalvables diferencias entre los de derecha y de izquierda, entre potentados y los de a pies, entre los blancos y la inexistente presencia en los estamentos de poder de los negros, ese muro infranqueable comenzó a destruirse y, si el destino así lo permite, este caerá como castillo de naipes.

 

Gracias a Dios nosotros no tenemos guerra bélica, pero sí social, la misma que nace de la entronización de la ley del embudo en nuestra sociedad, donde todo beneficia a los pocos, y a los muchos solo las migajas. Tenemos que cambiar esa injusta ecuación que nos hace tener dos Repúblicas a la vez, la de la Modernidad, torres de lujo y autos de alta gama, de las tiendas imposibles y la alegría socarrona de los que se saben dueño de esta media isla, donde el que tiene dinero lo compra todo, que contrasta con la otra patria alejada del boato, la opulencia y la suntuosidad, donde vive la mayoría de nuestros nacionales a la espera de que la gracia de Dios y de sus habilidades para resistir le permitan buscar el sustento diario para los suyos. Ahí no hay avenidas sino callejones, no hay mansiones, sino casuchas de zinc, cuánto puedan y agrestes caminos, donde para conseguir algo de los gobiernos -lo más mínimo- tienen que recurrir a la protesta para conseguirlo; esa es la República excluida, culpa en gran parte de nosotros los políticos que no hemos sabido jugar el rol de mediadores sociales en defensa de los vulnerables y a los cuales usamos cada cuatro años para garantizar que nos elijan para siempre mal gobernarlos.

 

Pero existe odio en nuestra sociedad, cruelmente dividida en clases y en etnias, donde cada uno quiere lograr sus particulares objetivos sin pensar en el otra, porque los oprimidos tienen sed de justicia social y los que mucho tiene solo buscan tranquilidad para disfrutar lo que mucho poseen, pero es que no habrá paz mientras haya hambre, porque la seguridad es necesaria para los que podemos vivir sin sobresaltos. Para los que la angustia de la pobreza los elige, la intranquilidad es una norma.

Desde la salida del dictador en el 1961 el país no ha tenido concordia social. La paz obligada de los ricos que entienden que los nadies no tienen derecho alguno, solo a votar para que cuando lo hagan estos al final terminen robándose la voluntad de los elegidos para que permanezca su injusto sistema de repartición, tan desigual de nuestras riquezas nacionales producto de este capitalismo salvaje en que vivimos donde el dinero va al que lo tiene y la miseria se extiende al que no se encuentra con él, porque así es la plata. Llega un millón de veces más rápido a los bolsillos de los que mucho tienen que al que desguarecido que busca en rezos o en la lotería que le cambie la suerte.

 

Nuestra sociedad de hoy no es solamente inequitativa es inhumana, porque la políticas públicas no van dirigidas a dar resguardo a los de la República de la desesperanza, y ahora es peor, pues los blancos de familias extranjeras en dramático apartheid quieren desconocer al 90% de mestizos, mulatos y negros que habitamos esta nación.

 

Se está inoculando odio social, producto de que la gente ha ido perdiendo la esperanza, por eso veo a los vengadores digitales ir tras la presa de todo aquel político que suene en corruptelas o la discreta satisfacción de los más, cuando en los procesos judiciales se incluyen a los nombres sonoros de las familias distinguidas, es porque se está contagiando esa vendetta histórica entre todos los de abajo, que creen que los de arriba son los culpables de su desgracia.

Aunque no se vea solidario de mi parte en estos momentos, tenemos que trabajar para que pare el odio, ese espiral que terminará en autodestruirnos, tiene que llegar un perdón nacional que no sea estímulo para la impunidad, muy por el contrario, para que se retribuya lo sustraído y disminuya la discriminación rampante que acusa en todos los niveles nuestra sociedad.

 

Paremos el odio, porque se puede hacer justicia sin encono, sin aversión previa, se puede retomar el camino de la mediación social para que nos demos una oportunidad como país de avanzar. A sabiendas de que los gobiernos están para proteger a los débiles no a los fuertes, esos tienen con que alcanzar su paz, porque la felicidad en parte ya la tienen, ya que el dinero tal vez per se no se las dé, pero los pone a una esquina de lograrla.

 

Tenemos una sociedad crispada, porque el interés monotemático es hablar de las aparatosas operaciones anticorrupción, que lo único que van a generar es más inquina, pues de resultados reales habrá poco y el tiempo probará lo que digo.

Enfrentar aún más nuestras clases es desnudar las falencias de una sociedad enferma por la endémica corrupción y el sálvese quien pueda, porque en nombre de la sobrevivencia todo ha sido permitido.

 

Los odios que está esparciendo los principales partidos del país nos llevará a un punto de no retorno, porque en vez de ocuparnos en unidad a la solución de los problemas reales de la gente, al acusarnos unos a otros haremos de esto la venganza del no terminar, porque cuando cambie de arrendatarios el Palacio, esos impondrán la ley del más fuerte, y volveremos a los mismos, a acusar a los salientes de atrocidades, puesto que los gobiernos políticos-electoralistas desacreditan hasta el más serio.

 

Simple, decidir compromete, y hasta el que no se haya beneficiado en las horas de los hornos también será culpable de los pingües beneficios de los que sí saben a lo que van a los gobiernos, a hacer negocios y a ganar mucho dinero.

Lo penoso de esta historia es que habida cuenta los acusados de hoy serán los acusadores mañana. Esto es solo un problema de turno o si te tocó ser clavo o si la suerte te llevará a ser martillo de nuevo. ¿Y al final, qué lograremos con este carnaval de espectacularidades? Nada, dividirnos y odiarnos más.

 

Sé que caerán en oídos sordos los llamados a una concordia nacional, porque mientras los politiqueros nuestros y sus bien pagados asesores lleven como estandarte para ganar las elecciones todo lo que nos desune, nada obtendremos solo esperar ver el féretro de nuestros adversarios convertidos de manera sinuosa en enemigos pasar, ya que aquí los odios ya no solo son de los de abajo, sino también de los de arriba que entienden como una ofensa mayor que sus rimbombantes apellidos estén en los expedientes del Ministerio Público. Ellos también están acumulando indignación, por consiguiente se dieron cuenta de que tampoco están protegidos; entraron como invitados al baile del carnaval del desprestigio público, donde ya hemos bailado otros y le hemos cedido la pista a ellos.

 

Paremos el odio, que ahora le llaman justicia, que en un país sin institucionalidad como el nuestro será el gran generador de venganzas futuras. Se puede hacer justicia humana, procesalmente, sin aversiones interesadas y, sobre todo, sin linchamientos mediáticos los cuales nunca se perdonan.

 

Paremos el odio, porque esto anda mal, porque aquí no hay vacas sagradas, aquí todo el que ha llegado al poder tiene sus culpas, sus indelicadezas al hombro, aquí nadie está limpio como para tirar piedras al techo del vecino, aquí nadie es tan impoluto como para demandar justicia, nadie aquí ha llegado sin los beneficios de los comprometidos con el manto corruptor, de los del gobierno o del narcotráfico. Dejémonos de vendernos como monjitas de la caridad, como veo a muchos acusando a los demás cuando han hecho cosas peores. He visto acusar de ladrones a gente que le recibió millones a narcos para llegar al poder.

 

De qué nos acusamos si todos somos culpables de la podredumbre que subyace en la clase dirigente de esta patria. Ya que no podemos ejemplarizar con nuestras acciones, actuemos con prudencia para no seguir inoculando más odio social. Ocupémonos de sacar unidos a este país de la inmensa crisis que nos espera, dejemos de creernos infalibles y pensemos en un pueblo que debe ser digno de mejor suerte, lavemos nuestras culpas en el río inmenso del amor, la solidaridad y la concordia, no sigamos convirtiendo esta tierra noble de gente buena en terreno fértil para la venganza cuyo vórtice con fuerzas telúricas nos arrastrará a todos, y con ello lo que hemos construido de democracia. ¡Paremos el odio!