De entrada, la respuesta a la pregunta de ¿para qué formamos?, puede parecer sencilla, incluso obvia. Sin embargo, en la práctica, no lo es. Antes que nada, es importante delimitar de manera muy resumida la diferencia entre formar y educar. Mientras que la formación busca la transmisión de habilidades y competencias específicas a la realidad natural humana, la educación se enfoca en desarrollar el conocimiento, la comprensión y el pensamiento crítico. Aunque son complementarias, la formación se da de manera natural en conjunto con la experiencia humana, mientras que la educación se construye a partir ya de un manejo de herramientas más abstractas orientadas al desarrollo del ser.
En un nivel muy primario, los seres humanos formamos para perpetuar la especie a través de la transmisión de habilidades y competencias básicas y necesarias. Esto se complejiza a medida que incorporamos procesos complejos como el lenguaje y toda la abstracción que esto conlleva, así como las tradiciones, las creencias, el arte y las ramas del pensamiento.
Tradicionalmente, como sociedad, hemos formado con el fin de sentar las bases para poder ser humanos. Esa humanidad que es, en partes iguales, funcional, creativa, curiosa y útil a su comunidad. Una humanidad fundamentada en la existencia entre y con los otros, que es validada y recreada tanto en la introspección propia como en el reconocimiento de la comunidad. Durante miles de años, los seres humanos, sin importar el punto geográfico en el cual nos encontráramos, hemos formado a los individuos para convivir en comunidad. Durante siglos, formamos y educamos buscando empoderar a los seres humanos para que pudieran ser la mejor versión de sí mismos y contribuir de la mejor manera posible tanto a la sostenibilidad como al desarrollo de su comunidad.
Sin embargo, con el advenimiento de la Revolución Industrial, la degradación de la condición humana y el encumbramiento del objeto por encima del ser, nos hemos enfocado en procesos de formación que se fundamentan en una visión utilitaria del ser humano. Este pasa de ser el centro de la existencia y el pilar de la continuidad de la especie a transformarse en un engranaje más en la gran maquinaria de la modernidad. Desde hace más de 150 años, los procesos formativos se han centrado cada vez menos en el ser humano como punto de partida de toda la sociedad, y más en su valor, su utilidad y en cuánto puede producir en determinado tiempo hábil.
En este contexto, el concepto de desapego moral que planteó Albert Bandura nos ofrece una perspectiva crítica que puede arrojar luz sobre la situación actual de la sociedad. Bandura sugiere que los individuos pueden desactivar sus estándares morales para justificar comportamientos que son inconsistentes con sus valores, lo que es facilitado por una formación que prioriza la empleabilidad sobre el desarrollo ético y humano integral. Al centrarse en la producción y la eficiencia, los sistemas formativos pueden contribuir a un entorno en el cual los profesionales se sientan desconectados moral y emocionalmente de sus acciones y su impacto en la sociedad. Esta desconexión puede llevar a un sentido de desafección y alienación, debilitando aún más el tejido social y la cohesión comunitaria.
Esto, junto a la mercantilización del ser humano, cuyo valor ha sido depreciado en función de las leyes del mercado, ha provocado que la sociedad se incline cada vez más hacia el consumo, el cual solo es posible por medio de la adquisición de dinero. Todo esto confluye en la meta última de satisfacer la adicción al reforzamiento positivo y a la gratificación instantánea, resultando en el colapso del proyecto formativo humano en una espiral de desapego cívico, político, familiar y en última instancia, humano.
Así, podemos constatar cómo los procesos formativos actuales se han alejado del ser, enfocándose en los aspectos externos y utilitarios. Se ha invertido radicalmente el orden de las cosas: en lugar de formar al ser humano para aprender, conectar, aplicar y ser, ahora se le capacita para hacer, sin fomentar un aprendizaje integral que le permita internalizar principios y fundamentos. Este enfoque desagregado de conceptos, técnicas y procesos limita la capacidad del individuo para resolver problemas de manera creativa y generar nuevas oportunidades.
Para revertir esta tendencia, es crucial que cualquier proceso de reforma formativa comience con una reflexión profunda sobre preguntas fundamentales como: ¿para qué formamos? ¿Qué tipo de ciudadanos queremos formar? ¿Qué tipo de seres humanos deseamos para nuestra sociedad? Responder a estas preguntas nos permitirá replantear la forma en que abordamos la formación y la educación, y trabajar hacia un modelo que promueva un desarrollo integral, ético y humano. Solo así podremos construir una sociedad más equitativa, cohesionada y capaz de enfrentar los retos del futuro con empatía, creatividad y sobre todo con humanidad.