La muerte. La implacable muerte no parece descansar. La sigo a ver si puedo distraerla, si puedo mandarla al más allá, al insondable hoyo negro de una galaxia o del espacio sideral, para que quede atrapada y no vuelva, para que no se enamore de las almas buenas que habitan la tierra. Sin embargo, ella, a la que se le llama también la parca inclemente, no se distrae y no baja la guardia y cuando menos la esperamos, aquí llega a llevarse la vida que tanto cultivamos y a la que nos aferramos por los hechos, los recuerdos y los amores.

Ella, sin un ápice de piedad llegó el domingo pasado a buscar a un ser muy amado y admirado de este mundo de gente viva que habita en el planeta tierra. Vino a buscar al médico filántropo de San Francisco de Macorís llamado Omar Rosario Tejada, una persona noble, inmensamente noble, con vocación de servicio y de entrega hasta el infinito, con ternura para regalar a borbotones, con desapego al mundo materialista y con mucho amor para la humanidad.

Qué solos nos hemos sentido sabiendo que se lo llevó así sin más, dejando su cuerpo sin vida, desprovisto de defensa, aún a sabiendas de que tanta gente lo amaba, lo esperaba, anhelaba estar con él, lo necesitaba inclusive para poder vivir. Qué despiadada esa muerte impertinente que no respeta tantas virtudes en un ser viviente y tantos hechos ilustres en una sola vida.

A él lo he querido a morir, desde que era niña. Siempre fue un referente para mí y para mis hermanos. Él era tío, él era hermano, él era segundo papá. Siempre seguro de sí mismo, reservado, presente en los momentos difíciles de nuestras vidas y de las de mucha gente. Él era el mejor orientador, no titubeaba, era siempre certero, de buen juicio y de alto compromiso, desde jovencito. Su cara era seria de primera impresión, pero tenía un elevado sentido del humor, conectado siempre con la gente humilde y del campo, sirviendo, si fuere posible, hasta que doliera.

El día de su velatorio y entierro corrían los testimonios de sus milagrosos hechos por los enfermos, por los que sufrían, por los que necesitaban ayuda y compañía. Tantos eran que me parecía que hablaban de un santo.

No hay palabras para describir lo que por él siento. Me enorgullece su vida y sobre todo sus hechos. Me duele su ida que considero a destiempo. Me duele que se lo llevara la implacable y no se condoliera de nosotros los que lo amamos y que somos tantos. Hay que ver y escuchar a sus amigos, hay que oír sus pacientes, hay que auscultar los latidos de los corazones de sus seres queridos.

Todos sabemos lo que duele la partida de una persona amada. Todos lo hemos sentido y muchas veces. Créanme que lo siento. Sé que no digo nada novedoso. Tan solo deseo expresar que cada vida tiene su impronta en la tierra y que la de mi tío Omar fue hermosa y luminosa y si no pregunten a cada ser humano que lo trató en este mundo de los vivos.

Agradezco a Dios por su vida, por su caminar de entrega y de amistad verdadera, por su lealtad a los valores, por su respeto a la vida y a la gente a la que tanto amó y perdonaba aún le faltaran. Él no conoció el odio, ni el rencor, ni el resentimiento, ni el desprecio. Fue un valiosísimo ser humano. Fue un ejemplo. Fue un filántropo.

Se lo llevó “ella”. Parece que se obsesionó con él o más bien, no soportó que aquí lo amaran tanto. Pero sepan ustedes que no pudo tocar su alma porque esa voló, esa se escapó de sus garras y se fue a ese Infinito de Sueños donde habitan los seres buenos que junto al Padre velan por los que aún permanecemos aquí. Por eso no me siento desesperada y podré soportar su ausencia recordando los hermosos momentos que desde niña viví con mi tío Omar, mi adorado tío que me fortaleció, que me ayudó, que me amó siempre, hasta sus setenta años que los considero poquitos para la vida de un ser humano tan inmensamente especial.

Gracias tío de mi alma. Nunca podré olvidarte. Estarás en mí, siempre. Hasta luego! Que en paz descanses. Algún día, más temprano que tarde, o más tarde que temprano, nos encontraremos de nuevo y hablaremos y nos abrazaremos y volveremos a reírnos juntos y a cantarle a la vida y al amor y a recordar todas nuestras hazañas desde que éramos niños. Macorís, San Francisco de Macorís seguirá siendo nuestra amada tierra, de donde vinimos y donde terminamos una vida.