Dicen que con el paso del tiempo perdemos la capacidad de sorpresa. Esto es, dejamos de pensar como niños, como diría el autor de El Principito, ¿incluso si nos topamos en el metro con un sujeto que viaja con palomas blancas? La imagen fue tan repentina que cuando lo vi sujetando su «jaula-maleta» en la escalera eléctrica, estaba seguro que allí dentro había un gato amodorrado. ¿A dónde iría con ellas? Lo más previsible era pensar que se trataba de un mago al que no le gustaba manejar. ¿Se alistaba para un show o simplemente iba al veterinario?

Supongo que mantener palomas es menos extravagante que tener a un león bostezando en el jardín o una anaconda en una pecera, pero ¿para qué las querrá alguien sino es para desaparecerlas agitando el sombrero? ¿Para mandar mensajes de amor a alguna admiradora secreta? ¿Para enviárselas a Putin, de parte del dúo romántico de Washington-Bruselas? ¿Para mancillar fachadas de antiguos templos?

En aquellos días andaba yo distraído, como con pájaros en la cabeza, pues había leído un cuento de Silvina Ocampo en el que unos canarios hacían algo más que cantar. La narradora y protagonista es una joven recién casada que descubre el amor y, casi al mismo tiempo, las miradas insistentes de Ruperto, un amigo común que los visita con frecuencia. El marido es un experto en adiestrar aves y finge no enterarse de nada, aunque secretamente, está planeando vengarse.

Silvina era la más pequeña de las Ocampo, una de las familias más eminentes del Buenos Aires del siglo XX. Muchos la conocían más por sus relaciones (le pesaban como cadenas) que por su obra: hermana de Victoria (creadora de la revista Sur); esposa del escritor Adolfo Bioy Casares; amiga de Borges. Sin embargo, dicha situación le agradaba, prefería estar relegada y escondida, para así poder observar a sus anchas: «Silvina le sacó el mejor partido posible a estar en segundo plano. Cuando se dio cuenta fue libre, hizo y escribió lo que quiso», asegura Mariana Enríquez, autora del libro La hermana menor.

Me pregunto qué cuentos habría sugerido ella en la famosa antología de literatura fantástica, la que armó junto a Borges y su marido. Sabemos cómo sus historias se retuercen en cada línea, como brincan de lo cotidiano hacia realidades nebulosas, extrañas.

Por ejemplo, los canarios del esposo que, a simple vista serían insignificantes, casi tiernos, parecen peligrosos: «Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho; que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos». Pese a haber consumado su venganza o quizás por eso mismo, éste se hundirá en un mar de culpas y no descansará hasta conseguir redimirse, tal y como lo sugiere el nombre del relato: Expiación.

En fin, por pensar en pájaros monstruosos, en magos elegantes, en ilusiones vagas, ya no vi al tipo salir del metro ni cruzar la calle ni dirigirse a aquella iglesia de escalinatas húmedas en donde se acomodó a esperar a que los novios salieran de la ceremonia. En ese momento abrió el zipper de la maleta para ofrecer su regalo: Los animales volaron para el regocijo unánime, las plumas blancas eran un presagio de dicha. La pareja volvió a besarse y yo me dije que el truco dejaba mucho que desear, aunque aplaudí con un entusiasmo desbordado, igual que los demás.