«Por lo tanto, en condiciones primitivas, es la fuerza superior, la violencia bruta o la violencia respaldada por las armas, lo que domina en todas partes. Sabemos que en el curso de la evolución se modificó este estado de cosas, se trazó un camino que condujo de la violencia a la ley. ¿Pero cuál era este camino?». Albert Einstein
Al conmemorarse ayer el año número 24 del deceso del más grande entre los que tenemos la política como vocación, quien viviera bajo el fuego asfixiante de la calumnia, vejado, odiado por su tono oscuro de piel y temido por su carisma inconmensurable. El propulsor de reformas estructurales en aquel Pacto por la Democracia; el líder indiscutible de multitudes, el político más humano que esta tierra haya alumbrado… Algo en lo que me hubiera extendido en las humildes líneas que nos permiten expresar unas ideas tal vez equivocadas sobre la realidad social a partir de su despedida, que entiendo a destiempo.
Quizá, hubiera sido propicio evaluar las ejecutorias de un gobierno dirigido por sus discípulos, miembros de un partido que ascendió al poder enarbolando su filosofía en unas elecciones sui generis en julio del 2020. Lo más sensato para cualquier dominicano que se identifique con el ideario de José Francisco Peña Gómez, sería utilizar esta fecha para rendir homenaje con palabras y acciones a un prócer de la política contemporánea que sacrificó hasta su último aliento en aras de mantener viva la llama de la esperanza colectiva.
Peña, como se le conoce en las albores del arte de lo posible, estuviese atravesando por un dolor inmenso a causa de una muerte que nos mueve a profunda reflexión como individuos, políticos y miembros de un cuerpo gregario denominado sociedad. Él, que nos enseñó la política como servicio, a reconocer en el dolor ajeno nuestras vivencias y sentimientos, como las víctimas de los abusos policiacos, sufrió sin misericordia los maltratos sistemáticos de la hegemonía criolla, dueña absoluta del diseño social inspirado en el oprobio y el odio a nuestros semejantes.
Hoy, el país pasa por la desgracia de ver sufrir los infortunios de los hijos de nadie en la crueldad ejercida sobre David de los Santos, un dominicano del patio, torturado y humillado para destapar la purulencia de una institución repleta de estiércol y blindada con el manto gris que le confiere la autoridad normativa. Pero más que eso, refleja la falta de sensibilidad y el poco amor por la vida ajena, el morbo como objeto de diversión y la fascinación por el sufrimiento, como estímulo de quienes estamos llamados a preservar la dignidad de las personas.
El caso, horrendo, dantesco e inhumano, debe constituir una alarma a los sistemas de control de la fuerza ejercida monopólicamente por el Estado, y establecer a partir de ello, un mecanismo de discriminación efectivo con el cual, se pueda concluir en buenos términos con la transformación de un órgano legalmente represivo que se ha constituido en la casa del terror y el azote cotidiano de gente cuyo único delito, ha sido la desgracia de ser arrestados por sabandijas uniformadas y mal formadas.
Analizar a fondo las inconductas de los policías, desde los más altos rangos, hasta los más inferiores, a fin de comprender la fuerza interna que mueve a un hombre a sentir desprecio absoluto por sus iguales, es tarea urgente. Detectar los factores endógenos y exógenos que refuerzan sus actos y emprender la búsqueda de la solución que nos permita como país, erradicar la violencia descontrolada como herramienta persuasiva, mecanismo idóneo en las filas del orden para someter a la obediencia a los ciudadanos que alteran la paz ciudadana no permite más discusión.
Pudiéramos, concluir solicitando a la familia peñagomista defender como él lo hizo, con fuerza y gallardía, la preservación de la unidad interna, como vía expedita de mantener el poder político sobre las instituciones públicas y realizar el gobierno donde esté presente “primero la gente”, como bien lo está realizando Luis Abinader. Pero la desgracia que nos enluta y nos mantiene en zozobra, nos obliga exclamar ¡otra vez la policía!