Los economistas neoclásicos argumentan que el gobierno no debe intervenir en la economía; excepto para proveer los servicios sociales básicos (educación, salud, protección ciudadana o de la nación) y, por supuesto, no podría faltar el rescate de la quiebra de las empresas privadas con los recursos públicos (con nuestros impuestos). Este discurso ha sido reanimado con fuerza por la presente administración que aún no se entera que el desarrollo económico se logra con la participación conjunta de los sectores público y privado, (Mazzucato, 2021).
En la década de los noventa se produjeron cientos de artículos defendiendo este punto de vista. El primer gobierno de Leonel Fernández tuvo en su agenda de política económica la destrucción del patrimonio público transfiriéndolo al sector privado. A ese proceso se le conoció como la capitalización de las empresas públicas. Desafortunadamente, actualmente el Consejo Estatal del Azúcar (CEA) tiene un solo ingenio funcionando fruto de ese proceso. La capitalización de la Corporación Dominicana de Electricidad (CDE) produjo empresas de generación eléctrica ineficientes, dirigidas por el sector privado; y la distribución tiene pérdidas anuales que las familias pagan a través de sus impuestos.
Ya no queda nada del patrimonio público trujillista que Joaquín Balaguer concentró en la Corporación Dominicana de Empresas Estatales (CORDE). Las empresas del régimen trujillista se extendieron en diecisiete sectores de la economía dominicana incluyendo alcohol, tabaco, azúcar, ganadería, café, cereales, grasas vegetales, madera, comercio y distribución, comunicaciones, servicios financieros, transporte, construcción, equipos/maquinarias & repuestos, textil, química y minería (Edwin Croes: Historia General del Pueblo Dominicano, Vol. CXX, 2014, página 405). Actualmente, se tienen conjeturas de cómo esas empresas pasaron a manos privadas durante la primera ola de privatización acontecida durante los gobiernos de Balaguer. Ese proceso adoleció de transparencia de la que tanto se ufanan los líderes empresariales.
Años más tarde, durante los gobiernos del PLD correspondiente a los períodos 1996-2000 y 2004-2012, tuvo lugar la segunda ola del proceso de privatización, diezmando otra parte del patrimonio público, lo que resultó de un proceso de licitación sin transparencia y a favor del sector privado; sus frutos lo hemos pagado con elevados precios de los bienes que producen esas empresas, además de falta de competencia que perjudica al consumidor. Ese proceso tiene un costo social muy elevado por el otorgamiento de exenciones fiscales que, obviamente, pagan las familias dominicanas mediante impuestos.
Ahora, el gobierno del presidente Abinader se propone, a través de asociaciones público-privadas (APPs) y de fideicomisos, poner en marcha la tercera ola de privatización de activos públicos. Esta vez le tocó el turno al controversial proyecto de la Central Termoeléctrica Punta Catalina (CTPC). Esta operación se pretende llevar a cabo mediante un fideicomiso público, cuya propuesta fue aprobada por la Cámara de Diputados y espera su conocimiento en el Senado de la República.
Vale la pena resaltar algunas de las características de este fideicomiso público. El presidente Abinader afirma en la carta que dirige al Congreso para someter el contrato de Fideicomiso Público de CTPC a la consideración de ese órgano legislativo, que éste tiene por objetivo “… la creación de una estructura de gestión independiente para la administración del patrimonio fideicomitido”, es decir los activos de la CTPC. La primera cuestión se relaciona con el significado de gestión independiente. ¿Independiente de quién o de qué? ¿Será que esta independencia se refiere a que en las decisiones del Consejo Técnico (CT) del fideicomiso no pueden intervenir otras instituciones públicas, bien sea una empresa pública del sector o una institución reguladora del gobierno?
La administración privada del fideicomiso propuesto estaría a cargo de los activos públicos de la CTPC. Es decir, no se haría cargo de una empresa pública, sino de unos activos (las dos plantas, el puerto, la cadena de alimentación, los terrenos, vehículos, etc.). Si este traspaso se hubiese hecho de acuerdo con las reglas del mercado, se hubiese constituido una firma con la emisión de acciones; pero en su lugar se prefirió utilizar la opacidad de un instrumento legal que, como el fideicomiso, protege los activos del fideicomitente de las reclamaciones de terceros (K. Pistor, 2020) y que además obedece la regla del secretismo (Cláusula Décima Sexta del Contrato de Fidecomiso). En este caso, se trata de evitar el escrutinio público respecto de la gestión independiente de un activo público.
El sector privado se haría cargo de un activo cuyo costo estimado en el contrato es de US$2,340.6 millones, excluyendo la corrupción que, según el mismo ministro de Energía y Minas, estimaba en aproximadamente de US$500 millones, cuando estaba en la oposición. Además, el gobierno tiene que aportar US$1.0 millón más RD$100.0 millones, según el acápite 5.1 de la Cláusula Quinta, página 12. En tanto, el CT no aportaría un solo centavo para cubrir los riesgos de su administración de la CTPC. Asimismo, se cederían todos los terrenos pertenecientes a la CTPC, por un valor de US$6.99 millones y se le entregarían todos los vehículos adquiridos por Punta Catalina equivalente a RD$166.4 millones.
De la misma manera, el Fideicomiso CTPC recibirá todos los contratos de compraventa de energía (PPA) vigentes, así como los contratos de interconexión y operación de la planta en el Sistema Eléctrico Nacional Interconectado (SENI), (página 16 del Contrato del Fidecomiso). Habría que preguntarse si se trata de los mismos contratos que la Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE) transfirió ilegalmente a las empresas de distribución eléctrica (EDEs).
Por otro lado, el CT, conformado por miembros del sector privado, dirigiría toda la operación de la CTPC, concentrando mucho poder discrecional. Dentro de sus atribuciones estaría la de rescindir el contrato con la fiduciaria (representada por una dependencia del Banco de Reservas) por las razones que estime conveniente. Igualmente, tendría la responsabilidad de aprobar la contratación o renovación de las pólizas de seguro y se desconoce el mecanismo que se utilizaría para estos fines.
Llama poderosamente la atención de que el CT gestionaría que el Fideicomiso CTPC reciba los recursos de reservas para el pago de endeudamiento. Jaime Aristy, primer administrador de la CTPC, ha reiterado en diferentes ocasiones que la CTPC genera beneficios, y por lo tanto dispone de recursos para responder de sus futuras acreencias. Habría que aclarar si se trata de las deudas que corresponden al gobierno o si corresponden a nuevas deudas. Asimismo, deberíamos saber quién será responsable de pagar estos préstamos garantizados, el Fideicomitente o el gobierno. Se sabe, por lo menos, que los préstamos garantizados para la construcción de CTPC corresponden a pasivos del gobierno y será éste, en última instancia, a quien le corresponda pagar esas acreencias. Es decir, que este crédito debería registrarse en el estado de la deuda pública por el Ministerio de Hacienda y no por la Fiduciaria Reservas.
Resulta importante señalar que como el CT está dirigido por reconocidos miembros del sector privado, no podían faltar las exenciones fiscales del impuesto sobre la renta, el ITBIS, el impuesto ad-valorem sobre vehículos, aranceles, etc. Esta es la costumbre empresarial dominicana. En otras palabras, este contrato agrega más desigualdad fiscal.
El contrato de Fideicomiso tiene la figura del fideicomitente adherente que resulta preocupante en el contexto dominicano. Con la anuencia del CT, se permite inversión de personas físicas en el Fidecomiso. No se entiende cómo podrán hacer inversiones porque el Fideicomiso no es una empresa sino un conjunto de activos. Habría que preguntarse cómo se registrarán estas inversiones y cómo afectarían el valor de los activos fideicomitidos; sería conveniente que esto se aclarara. Esperemos que no se repitan los episodios que acontecieron con las empresas de CORDE, en las cuales el sector privado aumentaba el capital accionario y el estado, sin dolientes, no hizo los aportes correspondientes de capital y al final el sector privado quedó como único dueño de las empresas que una vez fueron públicas.
En fin, ni el gobierno ni el sector privado han encontrado la forma de cómo participar conjuntamente en un proyecto económico que beneficie al país. La norma ha sido hasta ahora que el gobierno (la gente) pague todos los platos rotos. Es hora de que el presidente Abinader revise su estrategia de inversión pública y sus objetivos de desarrollo, con el fin de detener la animadversión social que producen las propuestas de políticas hasta ahora conocidas.