«Solo con el poder de su firma», pregonaba un anuncio de tarjetas de crédito cuándo éstas apenas se asomaban al mercado. En cambio, Elmyr de Hory, no le concede valor alguno, especialmente si aparece junto a una pintura, pues considera que la obra es la valiosa y no un garabato muchas veces ilegible. Estas palabras, mezcladas con expresiones en francés e italiano, que las vuelven casi incomprensibles, se las dijo a Joaquín Soler Serrano, en el programa «A fondo», en septiembre de 1976.

Elmyr de Hory es considerado el mejor falsificador del siglo XX y para que no quedaran dudas de ello, se hizo llamar de mil maneras: Louis Cassou, Joseph Dory, Elmyr Herzog o Elmyr Hoffman. Una identidad escurridiza de la que apenas si sabemos su nombre oficial: Elemér Albert Hoffmann.

Nació en Budapest, en 1906, en el seno de una familia de comerciantes. Sin embargo, prefería añadir al relato familiar un poco de sabor: un padre diplomático, una casa idílica rodeada de viñedos a orillas del lago Balatón, una infancia feliz llena de arte, amor, cultura…

Su vida fue una mezcla de pintura y ficción. Por eso resulta difícil identificar si sus peripecias eran reales o mentiras fabulosas, ¿acaso cómo los trazos que hacía «a la manera de» Matisse, Cézanne o Picasso, que muchos creyeron auténticos y por eso…?

Está claro que tenía un don natural, que pulió bajo el consejo del pintor Fernand Léger, en la Academia de la Grande-Chaumière de Montparnasse. Antes de París, había estudiado en las escuelas de arte de Budapest y Múnich, añade en la entrevista.

Continuando con sus andares novelescos, se cuenta que escapó de un campo de concentración en Transilvania valiéndose de su pincel (y de su astucia). Al jefe de dicho lugar le habría pintado su retrato pletórico de medallas, como si fuese Napoleón.

Luego, sin mayores detalles también se menciona que en Berlín lo volvieron a arrestar (se le «acusaba» de ser judío, de ser homosexual) pero escaparía de nuevo tras una estancia en el hospital; de donde salió sin más y por su propio pie.

La leyenda del húngaro parece interminable. Se sospecha que centenares de museos, coleccionistas, galeristas y hasta nuevos ricos de Estados Unidos (y del resto del mundo), donde vivió más de diez años, compraron sus obras. Ya lo sabemos, pintaba «inspirándose» en el estilo de Matisse, Braque, Derain, Dufy, Cézanne, Léger, Corot, Chagall, Bonnard, Gauguin, Degas, Vlamink, Laurencin, Modigliani y un largo etcétera. No obstante, la mayoría de dichas piezas contaban con el debido «certificado de autenticidad», expedido por críticos y especialistas autorizados… Lo que esto signifique.

De lo anterior habrá surgido otro mito, ¿quizás el mejor? Que al propio Picasso le coló una falsificación. Unos marchantes fueron con el genio español para que confirmara la autoría de un cuadro suyo. Después de verlo detenidamente, preguntó por el precio de la venta. Cien mil dólares, le respondieron. Entonces debe ser auténtico, sentenció…

 

 

 

Ahora bien, cuando se percató de que el FBI habría empezado a investigarlo cambió Florida por el Mediterráneo y se largó a Ibiza. En esta isla va a sentirse en su ambiente, ya que le encantaba rodearse de célébrités. Organiza fiestas en su casota con vistas al mar, se fotografía con chicas Bond, como Úrsula Andress, cuya foto le presume a Don Joaquín Soler.

Otro momento importante para De Hory habrá sido la película F for Fake, de Orson Welles, en la que es uno de los protagonistas. Adivinen de qué trata. Sí, de falsificaciones. ¿Original o copia? ¿Qué vale más, lo auténtico o lo turbio? ¿Dónde empieza y acaba lo artístico? Se pregunta el cineasta que, como se sabe, también le gustaba hacerle trucos a la realidad. Recordemos cómo contó a los radioescuchas una «noticia urgente», que no era sino la lectura de la novela La Guerra de los mundos, de su casi tocayo G.H. Wels y el pánico que ocasionaría…

Ibiza es más glamurosa que nunca. Se rumora del coleccionista sofisticado que maneja un Corvette, rojo y convertible (a Soler Serrano le aclara que es blanco), que mira la hora en su Cartier dorado (que no es el único), que se olvida del frío en su suéter, siempre de cachemira…

En fin, casi tres meses después de la entrevista en cuestión, el artista húngaro optará por el suicidio. Se había enterado que lo extraditarían a Francia. Prefirió una muerte digna, al estilo de los poetas del romanticismo, que la vergüenza de ser juzgado. Además, sus supuestos cómplices, Fernand Legros y Réal Lessard, los que se encargaban de las ventas, lo tenían amenazado con denunciarlo. Eso sí, recordemos que él no acostumbraba firmar sus cuadros, la firma no vale nada, ¿tenía miedo de que el juez no le creyera?