En Me llamo rojo, el circunstante narrativo produce lo que la otredad exige y quiere saber, esto es, cómo la realidad de la muerte va más allá de la vida; el otro, el lector quiere saber qué es la muerte; cómo se está allí; si se siente o se padece; si la misma duele; qué se ve allí y cuál sería o es su verdadero estado. El mismo personaje lleva a estas preguntas; lleva al lector a una interrogante sobre posibilidades de un más allá desconocido, tanto para la mentalidad oriental como para occidental:
“Viendo este milagro, el que podáis oír mi voz a pesar de la situación en que me encuentro, sé que pensareis lo siguiente: Déjate ya de cuánto ganabas en vida. Cuéntanos lo que ves ahí. ¿Qué hay después de la muerte? ¿Dónde está tu alma? ¿cómo son el cielo y el infierno? ¿Qué es lo que ves allí? ¿Cómo es la muerte? ¿duele? Tenéis razón: sé que mientras uno está vivo siente una enorme curiosidad por lo que pasa en el otro lado.” (2-3)
En efecto, fábula, historia y destino convergen en esta obra de Orhan Pamuk desde una perspectiva que muestra los encuentros, desencuentros, conjunciones, choques y dualismos del islam, del oriente y occidente. Orientalismo y occidentalismo aparecen en esta novela como cardinales que definen una geografía cultural con acentos eslavos, balcánicos, centroeuropeos, nordeuropeos y arabizantes. Ciertas soluciones bizantino-balcánicas y por otro lado cristiano-islámicas se hacen visibles en cuando al arte de la ilustración y la iluminación de libros principalmente religiosos en los que abundan el colorismo del paisaje, la composición centralizada, el detalle de forma, dibujo y pintura, así como la decoración de tipo persa medioriental, unida a los detalles simbólicos usuales en la tradición tanto cristiana como islámica.
Las conjunciones de vida que se hacen visibles en el Estambul que nos describe Pamuk percibimos modos muy específicos de conformación del vivir y convivir en una cultura que es a su vez muchas culturas de la misma especie y de la diferencia en cuanto a sus determinaciones filosóficas, religiosas, artísticas y económicas.
Se podría decir que aquello que nos narra el autor a través de sus personajes, adquiere valor en la medida en que podemos ver las diversas relaciones sociales, religiosas, familiares, lúdicas y etnopolíticas sustentadas por núcleos que van desde Erzurum, Estambul, Cuerno de oro, la guerra, los soldados safavíes, Kazvin, Cemberlitas, Tabriz, la ceca, los jenízaros; pero también otras nacionalidades que convivían en la Turquía de anteguerra y postguerra: Caucasianos, abjazos, mingarianos, bosnios, georgianos, armenios y otros que según el narrador, invadían las calles de manera agresiva y calculada:
“Los corruptos y los rebeldes se reunían en los cafés y conspiraban hasta el amanecer. Individuos de ignotas intenciones con el cráneo afeitado, orates adictos al opio y elementos residuales de la cofradía de los kalenderis tocaban música hasta el amanecer en los monasterios, se clavaban pinchos aquí y allí y, después de todo tipo de perversiones, fornicaban entre ellos y con muchachos jovencitos asegurando que aquel era el camino de Dios.” (2)
Estambul era y sigue siendo una ciudad cosmopolita con una actividad comercial y económica creciente. Históricamente siendo un puente entre el Oriente y Occidente mantuvo también relaciones multiculturales. China, India, Armenia, Persia, Grecia, Albania, Yugoslavia, Herzegovina y algunos países centroeuropeos. Comerciantes, buhoneros, vendedores de piedras preciosas y exportadores mantenían un movimiento económico que dinamizó por mucho tiempo el flujo monetario en el espacio balcánico y arábigo. Los ricos tradicionales mantuvieron un monopolio que se extendió al dominio artístico y religioso donde el sultanazgo predominó como forma de mando y seguridad territorial. Los diversos mercados confluyeron con otros del área, de suerte que Estambul, Ankara y otras ciudades fronterizas se sostenían mediante la incidencia de un mercado gobernado por un poderío compuesto por fuerzas provenientes de un islamismo tradicional y otro moderno y radical.
La novela de O. Pamuk deja entrever cuadros de vida propios de relaciones arcaicas y modernas sujetas a intercambios culturales, literarios, religiosos, históricos y comerciales que han sido decisivas en el nuevo ordenamiento social del país. Predicadores, cofrades, devotos tradicionalistas, artistas y artesanos, entre otros, se registran en la obra de Pamuk (ver, también El libro negro, Ed. Mondadori, Barcelona, 2010), elementos identitarios de todo tipo donde sobresalen valores y contravalores surgentes de un modo de vida, a veces contradictorio, diferenciado, familiar, religioso y otros que se advierten en Me llamo rojo. En Yo, el perro (3) el narrador se autodescribe alegóricamente:
“Como podéis ver, mis colonillos son tan puntiagudos y largos que a duras penas me caben en la boca. Sé que me dan un aspecto terrible, pero me gusta… Nada resulta tan placentero para un perro como hundir los dientes en la carne de un repugnante enemigo con una furia y una pasión que te vienen de dentro. Cuando se me aparece una oportunidad así, cuando una víctima digna de ser mordida pasa estúpidamente ante mí, la mirada se me oscurece de puro placer, siento un doloroso rechinar de dientes y, sin darme cuenta, de mi garganta comienzan a surgir y vosotros, que no sois criaturas racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían. Los perros hablan, pero sólo para el que sabe escucharlos.”(Ibídem. Op. cit.)
Fábula e historia, imaginación y narración crean el pacto de escritura en Me llamo rojo, mediante pautas narrativas, descriptivas y ficcionales que acercan al lector a cierto desarrollo y muestra de una cultura y una mentalidad visibles en dicha obra. La misma es el testimonio de artistas, predicadores y cofrades invocados por el narrador de base del capítulo.
Este tipo de narrador y narratario propende hacia dos líneas argumentales encuadradas en los puntos clave de la trama y de los focos de desarrollo de la novela. Así pues, el marcador narrativo y la planta de situación o contexto de la novela introducen un hecho y un cuadro acentuado en la novela-memoria que encontramos en Me llamo rojo:
“Érase una vez hace muchísimo tiempo, un predicador insolente llegó desde su ciudad de provincias a una de las mayores mezquitas de la capital de un reino, bien, digamos que se llamaba la mezquita de Beyazit. Quizá fuera mejor ocultar su nombre y llamado, por ejemplo, el maestro Husret y, para qué seguir mintiendo, lo cierto es que ese hombre era un predicador de cabeza dura. Pero por poco que tuviera en la cabeza, sí tenía, alabado sea Dios, un inmenso poder en la lengua. Cada viernes inflamaba de tal manera a la comunidad, les hacía gimotear de tal modo, que había quien lloraba hasta que se secaban los ojos, quien se desmayaba y quien caía enfermo”.