A doña Rosa Gómez de Mejía no se la puede comparar con ninguna otra mujer. Ella era, simplemente, única.
Fue como el faro de Virginia Woolf, porque alumbraba la vida: la suya y las nuestras, sin lacerar a nadie, y por esa razón no conoció las urdimbres del resentimiento.
Tuvo un corazón grande, grande, grande… en el que no cabían todos los tesoros de la nobleza. Ni tan siquiera los singulares ritmos de la existencia. En su jardín cultivaba rosas de todos los colores que, de tarde en tarde, formaban un arcoíris donde se anidaban las lluvias como si se tratase de una inexorable ley física.
Los colores y las formas de su jardín no son distintos a los del Paraíso reconquistado del poeta inglés John Milton, cuya luz emergía de los pensamientos más puros, desde la raíz del sentido del amor. Pero la muerte de doña Rosa Gómez de Mejía tiene la misma dimensión, la constelación imprevisible y particular del inmortal argentino y universal Jorge Luis Borges, cuando afirma: “Es un río que nos lleva, pero nosotros somos ese río. Ni siquiera de esta verdad sabremos hacer uso para que nos ayude. La vida, da todo a todos, pero casi nadie lo sabe”.
Mi querido Borges, Rosa, deidad de la realidad más humana, sí sabía hacia dónde iba ese río que no hacía el menor ruido por temor a despertar el alba. Así era Rosa, vastísima en el sueño profético y prístina en lo trascendente. Desde cualquier punto de vista nos deja el legado de la serenidad, de la sabiduría callada que enriquece toda alma que se encierra en la esencia de las cosas.
La eternidad no es suficiente para llorar su partida. Tampoco una oda de Walt Whilman, por más que se cante y se celebre a sí mismo, porque usted, doña Rosa, al morir, como dice nuestro poeta Franklin Mieses Burgos: “Cuando una rosa muere, deja un vacío que no lo llena nadie”.
Calladamente y sin protagonismo, doña Rosa fue construyendo su propio busto; se ganó el cariño, la admiración y el respeto de cientos de mujeres y hombres que no la veían como la primera dama sino como la mujer dedicada única y exclusivamente a la labor social y a la familia. Hay que tener muy presente que doña Rosa Gómez de Mejía fue una señora extremadamente humilde, enfocada siempre en su papel de esposa y en su mundo hermético donde se reconciliaba consigo misma.
La vida auténtica la vivimos en plenitud cuando nos apartamos de las inquinas y las maledicencias. Si el ser humano es grande por lo que es capaz de hacer en la tierra, entonces doña Rosa Gómez de Mejía fue grande porque hizo mucho en favor de la niñez y la mujer cuando su esposo, Hipólito Mejía Domínguez, se desempeñó como presidente de la República.
Es la vocación de servir al prójimo sin esperar recompensa lo que opera en el ámbito humano y proyecta lo trascendente que, a su vez, se convierte en la existencia vivida. Desde esta perspectiva es que debemos situar a la primera dama de oro que tuvo el país, porque su función es lo que explica la obra social que llevó a cabo con sentido espiritual y humano.
Es necesario, pues, que valoremos lo que su vida a partir de este hacer y desde la atalaya del arte de la prudencia, filosofía que le permitió colocarse por encima de las ingratitudes y las relaciones tóxicas del poder.
Quien suscribe, tuvo la oportunidad de cenar numerosas veces con los esposos Hipólito Mejía Domínguez y doña Rosa Gómez de Mejía en su residencia. Hablamos de asuntos puntuales; así como debo reconocer que su aprecio y respeto sirvieron de puente para acercar a Mejía Domínguez al doctor Joaquín Balaguer.
En su vida están reflejados de su modesta humanidad, a la que dio relieve de un auténtico autorretrato. Y es que doña Rosa Gómez de Mejía, fue la primera dama más valorada de la crónica social. Desde su íntimo portal, encantador y ameno, contemplaba el mundo de manera asombrosa.
Me atraía a menudo, cuando iba a visitar al presidente Mejía, y de paso a su persona, su sonrisa afectuosa sostenida en el ánimo contagioso y su amor por la gente sin distinción de su color o ideología. Fue enemiga del exhibicionismo, de la vanidad y el enfado. La principal vocación de su vida se centró en el anhelo de sembrar el amor para que naciera robusto y sano.
Doña Rosa Gómez de Mejía tendrá por siempre en mi corazón un lugar privilegiado. La recordaré con orgullo, con la mayor fuerza de la admiración y el agradecimiento. Quiso (y lo logró) hacer algo con su vida, y, por esa razón, concentró sus sueños en el propósito y el valor de la familia.
Como usted me llamaba, permítame, despedirme de usted, por el momento, con estos versos del grandioso poeta español Luis Cernuda:
“Ver el mundo en un grano de arena,
y el cielo en una flor silvestre.
Tener el infinito en la palma de la mano
y la eternidad en una hora”.