Lo que se escribe sin pasión se lee sin interés. Más que pasión, obsesión. Cuando, en el manicomio de Charenton, le incautaron al marqués de Sade el material con que escribía sus novelas pornográficas, continuó con sus sabanas como papel, con agujas y sus dedos como plumas y con su sangre y excrementos como tinta. Alexandre Dumas fingía escuchar a sus interlocutores mientras imaginaba las peripecias del conde de Montecristo. Stendhal, dicen, escribió La Cartuja de Parma, sin parar, durante cuarenta días. No es en vano que luego de siglos se sigan leyendo como si se acabasen de publicar.