“Muestra respeto a todas las personas, pero no te humilles ante nadie”. Tecumseh, líder indígena Shawnee

El estado de Nuevo México en el centro de los Estados Unidos muestra la cultura indígena predominante en la zona desde que se llega al Aeropuerto Internacional Sunport en Alburquerque, como pude comprobar otra vez hace dos semanas. Desde las alfombras con diseños geométricos pasando por las fotos y esculturas hasta los artículos que venden las tiendas de regalos, el lugar destaca las ricas tradiciones de varias de las poblaciones indígenas de Norteamérica. Y eso no es casualidad. Nuevo México es el tercer estado con la proporción más alta de personas indígenas en EEUU después de Alaska y de Oklahoma.

Pero a diferencia de esos dos estados, Nuevo México parece ser aún más visible en la cultura de EEUU y creo que por eso su asociación con la cultura indígena norteamericana es también más evidente. Incluso en los últimos años el estado se ha hecho más famoso aún con fenómenos como la famosa serie de TV Breaking Bad. (Si es fan no deje de ir a la tienda de regalos inspirados en Breaking Bad en el aeropuerto). Y más recientemente, la película Oppenheimer nos recordó que Nuevo México fue también el lugar donde se creó y se probó por primera vez la bomba atómica.

El aeropuerto de Alburquerque también anuncia la belleza que asociamos con Nuevo México y que tanto se muestra en la televisión y películas estadounidenses. Pero verla en vivo es casi imposible de describir. Las dos veces que he ido a Nuevo México ha sido para presentar en las conferencias de la asociación de sociología feminista SWS y ambas veces nos hemos quedado en el Hotel Hyatt Regency Tamaya en la reservación de la tribu Tamaya en Santa Ana Pueblo. Viniendo del Caribe, es difícil que me impresionen los atardeceres de otros lugares pero los de Nuevo México que he visto en el Tamaya son simplemente pinturas en movimiento. Cada hora los colores son totalmente distintos, cada pincelada regala un efecto diferente.

Con razón Georgia O’Keefe, una de mis pintoras favoritas, quien era originalmente del frío estado de Wisconsin se enamoró de Nuevo México y se quedó a vivir allá durante la mayor parte de su vida. Esa hermosura impresionante y tranquila de cielos abiertos, desierto sin fin y montañas con nieve es lo que más me fascina de Nuevo México. Aunque siempre he sido de grandes ciudades confieso que la belleza natural del estado es absolutamente mágica.

Otra característica que me atrapa de Nuevo México es cómo la fuerte presencia indígena existe al lado del legado mexicano y colonial español tanto en la comida como en la arquitectura, el arte, la artesanía, la música, en fin, en todo lo que la gente hace. Por ejemplo, en Alburquerque, la ciudad más grande del estado, se puede caminar por la plaza construida por los conquistadores españoles después de fundar la ciudad en 1706, tomar fotos de la hermosa Iglesia San Felipe Neri que le queda al frente y luego admirar o comprar algunas de las hermosas joyas y artesanía de los diferentes pueblos indígenas en las decenas de tiendas alrededor después de comer la deliciosa comida mexicana de Nuevo México.

Como ocurre también en nuestro país y en la mayoría de los destinos turísticos alrededor del mundo, esta combinación de tesoros esconde la profunda desigualdad social y la pobreza que todavía sufren los pueblos indígenas que sobrevivieron el genocidio perpetrado primero por el imperio español y luego por el británico. Las y los antropólogos estimaban que en lo que es hoy EEUU había 10 millones de personas cuando llegaron los conquistadores y ahora son apenas más de 2. Sin embargo, investigaciones más recientes indican que la tragedia fue aún mayor porque la población era no de 10, sino de 40 a 50 millones de personas. En Nuevo México residen 23 de las comunidades indígenas sobrevivientes incluyendo la nación Navajo (o Diné como realmente se llaman), los diferentes Pueblos (el nombre que pusieron los españoles a las comunidades indígenas que ya vivían en pequeños pueblos, nombre que se sigue utilizando hoy) y las tribus Apache como me contó el chofer Diné que nos llevó al hotel de la conferencia. Por ejemplo, la comunidad Navajo o Diné es una nación soberana que tiene casi 70 mil kilómetros cuadrados en los estados de Nuevo México, Arizona y Utah. O sea, es mucho mayor que nuestro país y casi tan grande como la isla Hispaniola completa.

En Nuevo México, 1 de cada 10 personas son indígenas, pero su población indígena total es menos de la tercera parte (229,071 personas) de la del estado con la mayor cantidad de personas de este grupo étnico y racial que, para mi sorpresa, es nada más ni nada menos que el estado de California (806,874 personas) donde vivo gran parte del año. De manera similar a lo que pasa en California y en los demás estados con presencia indígena, esta población tiene los menores niveles de acceso a la educación, a la salud y otros servicios en comparación con todas las demás comunidades incluyendo la latina y la afroamericana.

Además, estas comunidades cuentan con niveles más altos de adicción al alcohol y a las drogas que la población en general como resultado de factores genéticos que les protegen menos que a otros grupos combinados con la discriminación constante y la falta de oportunidades que sufren. Marvin, el chofer Diné que les mencioné, también me contó que mucha gente joven deja las comunidades indígenas por falta de oportunidades de trabajo. Y como nos ha comentado varias veces nuestra amiga Carmela Roybal, socióloga indígena del Pueblo Ohkay Owingeh, es muy difícil escapar el ciclo de la pobreza que generan esas condiciones. De hecho, la pobreza material en la que viven contrasta con la riqueza que su cultura le genera a las y los artistas, académicos y empresarios que se han mudado a Nuevo México desde los años ’70 y que venden sus obras y su artesanía (u obras inspiradas en el arte indígena) por cantidades varias veces superiores a lo que les pagan a las comunidades originales del país.

Pero estos contrastes tan grandes en lo material también pueden esconder otros tesoros que no se pueden tocar. Eso lo confirmamos cuando nuestra amiga Carmela nos invitó a conocer su comunidad y su familia el día después de la conferencia. Nos llevó manejando a la reservación Ohkay Owingeh Pueblo y su familia, igual que hace nuestra gente más humilde en RD, nos recibió amorosa y hospitalaria hasta más no poder haciéndonos sentir como en casa. Mis amigas y yo (una es brasileña, otra estadounidense de origen griego y yo dominicana) después comentamos que nos sentimos igual de bienvenidas que cuando visitamos a nuestras familias extendidas y amistades en nuestros países.

Igual que en nuestros países, es de mala educación rechazar la comida que con tanto amor se brinda. También igual que en nuestras comunidades, en cada casa que llegamos podíamos ver el amor y la solidaridad de las familias extendidas. Por ejemplo, el amor con el que el abuelo carga a su nieto que solo quiere comer con él, la dedicación con la que la matriarca de la casa dirige a sus hijas y sobrinas para asegurarse de que coma todo el mundo “y bien” o la ternura con la que las personas adultas y adolescentes juegan con los niños y niñas más pequeñas.

Lo que nos rccordaba de cuando en cuando que estábamos viviendo una experiencia nueva era ver las fotos y la decoración colorida en las casas y las y los jóvenes vestidos con los atuendos tradicionales indígenas que llegaban a comer aprovechando el receso que se hace en las ceremonias que se llevan todo el día. Y, por supuesto, el broche de oro fue poder ver una de esas ceremonias en vivo. Aunque no tomamos fotos para respetar a la comunidad que tantas veces se ha visto utilizada por gente de fuera, todavía puedo escuchar el coro a una voz de los participantes.

Todavía admiro en mi cabeza la belleza de sus trajes, los colores que llevaban en el cuerpo y sus hermosos adornos. Todavía repaso en mi mente la elegancia y el aplomo de las dos adolescentes vestidas de blanco con coronas de plumas y flores que danzaban delante de la fila de bailarines. Cada una simboliza a una nube que, a su vez, representa a uno de los líderes tribales recién electos por la comunidad. También me emociono todavía recordando las voces poderosas cantando en su idioma. Y todavía me sonrío recordando al niño de 4 o 5 años que estaba al inicio de la fila de decenas de bailarines de todas las edades. Por momentos se distraía como niño pequeño que es, pero igual mantenía el ritmo con los pies mientras el adolescente que bailaba a su lado lo orientaba y animaba con mucho amor. Nuevo México nos recuerda que el terco pasado aún vive, baila, canta y se atreve a crear un nuevo presente.