En la actualidad algunos analistas de la realidad latinoamericana perciben una nueva ola de gobiernos progresistas en América Latina que surge con la victoria de Andrés Manuel López Obrador en 2018 en México, Alberto Fernández en Argentina en 2019, la reversión del golpe de Estado a Evo Morales con la elección de Luis Arce en 2020, el triunfo de Pedro Castillo en Perú (2021), Xiomara Castro en Honduras (2021), Gabriel Boric (2022) en Chile y el gran éxito electoral de Gustavo Petro en las elecciones preliminares en Colombia (2022). Tanto la victoria de Boric en Chile como el triunfo de Petro en las preliminares de Colombia fueron, en cierta forma, el resultado de las grandes manifestaciones que le precedieron, pero aún tenemos que esperar los resultados de las elecciones presidenciales de mayo próximo en Colombia. De todas maneras, en ambos casos, hubo intentos de gobiernos neoliberales por imponer aumentos de precios. En el caso de Colombia, la gestión de Ivan Duke se vio precisada a revertir una reforma fiscal como resultado de las olas de protestas sociales.
La gran interrogante es si, en verdad, asistimos a una ola diferente a la anterior, representada por Hugo Chávez (Venezuela), Rafael Correa (Ecuador), Evo Morales (Bolivia), Luiz Ignacio da Silva (Lula) y Dilma Roussef en Brasil. No cabe duda que hubo diferencias sustanciales entre, digamos, un Hugo Chávez y un Lula. Chávez fue mucho más radical que Lula e incluso Evo Morales porque no solo aumentó los impuestos a las petroleras, sino que también nacionalizó una serie de empresas en el área minera, cemento y telecomunicaciones. Morales aumentó los impuestos a las petroleras y gaseras, pero nunca nacionalizó ninguna de estas empresas. Asimismo, se podría decir que Lula fue más moderado que Néstor Kirchner en Argentina. La situación en Ecuador fue muy complicada porque Rafael Correa nunca pudo resolver sus diferencias con los movimientos indígenas, pero sí aplicó una política social que intentó aliviar la pobreza. Excepto Chávez, ningunos de estos gobiernos cuestionaron la economía de mercado y, en particular, estaban dispuestos a mantener el flujo de capitales, controlar la inflación y mantener la tasa de cambio de la moneda nacional de manera que no hubiera inestabilidad y se creara un ambiente amigable a la inversión extranjera.
Sin embargo, estos gobiernos se preocuparon por aplicar una política social que ayudara a aliviar la situación de pobreza generalizada en que cuatro décadas de gobiernos neoliberales habían dejado a la región. La aplicación de esta política social no incluía la incorporación activa de los ciudadanos, sino que deseaba que estos fueran pasivos, excepto en los tiempos electorales cuando necesitaban sus votos. Esta situación alejó a los gobiernos progresistas de los movimientos sociales y permitió el regreso de la derecha neoliberal al poder en diversos países. En este aspecto, no hay diferencias entre la primera y segunda ola como lo muestra la gestión de Amlo en México.
La experiencia de Andrés Manuel López Obrador en México (2018-2022) y el revés que sufrió su iniciativa para reformar la industria eléctrica el 17 de abril del año en curso nos hace pensar que profundizar reformas dentro del marco del legal del sistema de la democracia liberal y de la economía de mercado crea obstáculos realmente difíciles de vencer. En la votación Morena (el partido de Amlo) y sus aliados solo consiguieron 275 votos mientras que la oposición de derecha estaba compuesta por el PRI, PAN, PRD y el MC, los cuales sacaron 223 votos. Para que pasara Morena y sus aliados necesitaban una mayoría calificada, o sea, dos tercios de los votos y, claro, quedó muy lejos de esa marca.
A través de sus conferencias matutinas Amlo denunció el capitalismo de compinche que había llevado a la reforma energética de Enrique Peña Nieto (EPN) (2012-2018) y como las grandes empresas privadas y extranjeras había comprado los votos para que la legislación prosperara en el congreso. El objetivo de esta reforma era privatizar la empresa estatal, Petróleos Mexicanos (Pemex) y semiprivatizar la Comisión Federal de Electricidad (CFE), dueña de las redes eléctricas del país y de 60 plantas hidroeléctricas. La reforma de EPN daba prioridad a las empresas eólicas y fotovoltaicas para despachar su energía a través de las redes de la CFE mientras que las hidroeléctricas estatales despachaban su energía cuando las primeras no las tenían: resulta que las empresas eólicas y fotovoltaicas no tienen donde almacenar su energía y necesitan despacharlas directamente a las redes de la CFE. Además, actuando ilegalmente, pero con el permiso de la gestión de EPN, las empresas eólicas y fotovoltaicas podía autoabastecerse y trabajar con empresas aliadas fuera de sus obligaciones con la CFE.
No obstante, hubo problemas en el paraíso neoliberal que EPN que quería construir. Este y sus comparsas organizados en torno al Pacto por México firmado en diciembre de 2012 esperaban que las inversiones en explotación petrolera llegarían al país a raudales debido a las grandes facilidades que la nueva legislación les daba, pero esto no ocurrió debido a la baja en los precios del petróleo. Además, la gestión de EPN se tuvo que enfrentar a un descredito mayor después que las fuerzas de seguridad se vieron implicadas en la desaparición de 43 estudiantes de magisterio en Ayotzinapa, Guerrero. Asimismo, EPN tuvo que enfrentar un fuerte movimiento magisterial que veía la reforma a la educación como una reforma laboral que le recortaba sus prestaciones. EPN envió la reforma al Congreso de la Unión y que logró que se aprobara gracias a la alianza que había forjado con el PRI, el PAN y el PRD. Los maestros encabezaron grandes manifestaciones pidiendo la abrogación de la reforma y así contribuyeron al desprestigio de la gestión de EPN.
Amlo encabezó a Morena, un partido movimiento, que aprovechó el auge de los movimientos sociales y el descredito de las políticas neoliberales. Esto fue lo que permitió que ganara las elecciones de 2018 con un 53 por ciento de los electores, es decir, 30, 100,000 votos, algo sin precedentes en el país. Ya siendo presidente de la República, Amlo inició un proceso de reformas que en la primera mitad de su gestión consiguió la aprobación de 18 reformas constitucionales que cambiaron 55 artículos de la Carta Magna, los cuales ampliaban la democracia participativa, combaten la corrupción, la impunidad, pero, sobre todo, promueven una política social significativa que ayudó mucho a combatir la pandemia de la covid, la igualdad de género y la seguridad pública.
Si bien Amlo echó una gran pelea contra las empresas que se benefician de la reforma energética de 2013 y reveló el alcance del capitalismo de compinche y como este se ha apoderado de México, su propuesta no va más allá que establecer un Estado de derecho, donde haya protección para todos lo ciudadanos. Se podría decir que este es un gran logro para el país y que muchos ciudadanos mexicanos se benefician de una política pública que procura ayudar al ciudadano de a pie. La lucha por revertir la reforma energética de 2013 no logró su objetivo en el Congreso, pero, al igual que la consulta de revocación del mandato presidencial celebrada el 10 de abril pasado, donde 16,392,522 ciudadanos votaron para que Amlo siga en la presidencia contra 1,056,778 que votaron contra revela que su gestión ha contribuido a la consolidación de la democracia liberal.
Igualmente, este hecho positivo también revela que la gestión de Amlo no se distingue sustancialmente de la primera ola de gobiernos progresistas en América Latina y mucho menos de casos como el de Alberto Fernández en Argentina o Luis Arce en Bolivia. Todavía es muy temprano para evaluar la gestión de Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras o Gabriel Boric en Chile. Sin embargo, a juzgar por sus plataformas de gobierno y las alianzas que han formado parecen que ellos tampoco serán diferentes a la primera ola de gobiernos progresistas.