“Trujillo”. Dibujo de José Alloza tomado de Historia gráfica de la República Dominicana (1944) de José Ramón Estella.

La masacre de 1937: Fiesta sangrienta y fundación nacional

Joaquín Balaguer, quien fungiera como canciller en el momento de la masacre de 1937, es el autor de uno de los libros más racistas y antihaitianos jamás escrito, La isla al revés. Balaguer, como otros intelectuales dominicanos, funda su primitivismo antihaitiano en la alegada hispanidad dominicana. La hispanofilia de Balaguer llega al desvarío de decir que “Santo Domingo . . . es el pueblo más español de América” (63) y de presentar fotos de familias blancas campesinas como prototipos de lo que él denomina la “raza dominicana”. Como otros intelectuales, Balaguer considera que los haitianos constituyen una amenaza de “primitivización” para el pueblo dominicano. En ese sentido, alega lo siguiente:

 

“Se pensó siempre que el desarrollo de la población de Haití, la cual tiende a aumentar rápidamente debido no sólo a la facilidad con que se reproduce la raza africana, sino también a las condiciones primitivas en que se desenvuelve la vida de las clases inferiores en ese pueblo vecino, constituía un peligro para Santo Domingo ya que la necesidad de buscar expansión a esa masa debía forzar a los gobernantes de aquella nación a invadir pacífica o violentamente el territorio dominicano”. (Balaguer 129)

 

A diferencia de Peña Batlle, Balaguer no erige la figura de Trujillo en el visionario que “supo ver” el primitivismo haitiano. El argumento de Balaguer es el tropo de la proliferación de lo que él denomina “raza africana” y que utiliza como sinónimo del pueblo haitiano. En lo que sí coincide Balaguer con Peña Batlle es en excluirse del discurso, pero utilizando el impersonal “se pensó”. Balaguer tiene el cuidado de no generalizar el primitivismo y, lo que Peña Batlle llama “un gran núcleo de nuestros vecinos”, Balaguer lo califica de “clases inferiores”.

El discurso primitivista con respecto a los haitianos ha construido la identidad dominicana racial y culturalmente. El sujeto dominicano no se considera a sí mismo negro, sino “indios” o mestizo, descendiente de españoles e indios Taínos. Este mito tiene su fundamento en el alto porcentaje de mulatos entre los dominicanos, a diferencia de Haití, cuya población es mayoritariamente de raza negra. El mito del pretendido mestizaje indio ganó mucho más terreno durante la Primera Invasión Norteamericana (1916-24), ya que frente a la variedad de mezclas raciales, los norteamericanos comenzaron a registrar a los ciudadanos dominicanos como de color “indio” en los documentos oficiales (Derby 4). Además, si recordamos que la esencia de una nación, según Ernest Renan, se encuentra, entre otras cosas, en “lo que se olvida” (citado en Anderson 6), lo que los dominicanos han olvidado es que los indios taínos fueron exterminados casi en su totalidad hacia principios del siglo XVI y que la cultura dominicana es eminentemente africana.

 

La identidad cultural dominicana surge como negación de la cultura haitiana a través de la primitivización de las fronteras “naturales”. Las diferencias raciales, lingüísticas y culturales son erigidas entonces en “fronteras internas” como forma de lidiar con el terror y la ansiedad causados por la inestabilidad de las “fronteras flotantes”. Haití, como el Otro-Primitivo, el Otro-Vecino, el Otro-Dentro, se convierte en el inconsciente primitivo que el sujeto dominicano quiere reprimir, por lo que se ha construido un imaginario racial y cultural que dista mucho de la realidad.

 

El conflicto y el discurso fronterizos alcanzaron su punto más álgido con el genocidio de 1937. Como expresa Guillermo Gómez-Peña con respecto a la frontera méxico-norteamericana, se podría decir que las fronteras dominico-haitianas se convirtieron en la sempiterna hemorragia de “una herida en medio de una familia” (470). Durante la masacre de 1937, fueron separadas familias, fueron asesinados esposos/as, hermanos/as e hijos/as de nacionalidad haitiana, dominicana y dominico-haitiana. La frontera se convirtió literalmente en un río de sangre, en el río Masacre cuyo nombre alude a otra masacre, como si desde entonces hubiera prefigurado el genocidio trujillista.

 

En 1927, diez años antes de la masacre, y tres antes de la ascensión al poder de Trujillo, Balaguer se expresaba de la siguiente manera con respecto a la frontera: “La obra de más empeño cívico, después de la creación de la República, es y será la colonización del litoral fronterizo. Si por algo ha de pasar Horacio Vásquez con esplendores de inmortalidad al libro de la historia es por la colonización de las fronteras. Esa es la obra más llamada a dar nuestra nacionalidad vida imperecedera” (Citado por Vega 18). La importancia de esta cita consiste en el énfasis que Balaguer pone en el “problema fronterizo” antes de la llegada de Trujillo al poder. Tanto para Peña Batlle como para Balaguer, la supervivencia de la nación dominicana dependería de la solución de este “problema”. La solución inminente ocurriría diez años más tarde con el genocidio de más de veinte mil nacionales haitianos, dominicanos y dominico-haitianos.