La frontera, como espacio liminar de articulación (unión/separación) entre dos naciones, constituye un discurso privilegiado en el que se construye la identidad cultural (Sarup 7). Si la frontera demarca la nación imaginaria, también se plantea como el límite que hay que transgredir. Las “fronteras flotantes”, es decir, la ausencia de límites precisos durante varios siglos, primero entre las dos colonias vecinas, y después entre Haití y la República Dominicana, constituyó durante mucho tiempo un grave problema, ya que, de acuerdo con algunos intelectuales, la República Dominicana se veía impedida de fundamentar su unidad territorial como Estado-Nación. De ahí que, para algunos intelectuales dominicanos, el genocidio de 1937 tuvo un resultado positivo porque fijó definitivamente la frontera dominico-haitiana.
Además, en las fronteras flotantes, como expresa Norma Iglesias, no hay “categorías fijas”, desde el punto de vista racial, lingüístico y cultural. La cultura fronteriza es liminar, inestable y se encuentra llena de cambios constantes. Es por lo que García Canclini plantea que “La incertidumbre generada por las oscilaciones bilingüísticas, biculturales y binacionales tiene su equivalencia en las relaciones con la propia historia” (299). La ausencia de categorías fijas en la frontera produce una ansiedad vinculada a la incertidumbre de la identidad cultural, ya que la identidad prefiere la estabilidad y la fijeza de “esencias”.
Las fronteras flotantes son el espacio social de la hibridación cultural. Las mismas representan, según Héctor Fernández L´Hoeste, el espacio en que “La identidad cambia ampliamente dependiendo del punto de vista del espectador” (8. Mi traducción). Durante casi dos siglos, los haitianos y los dominicanos de las fronteras se compenetraron y produjeron una cultura híbrida, flotante, que, parafraseando a Homi Bhabha, no es ni haitiana ni dominicana, sino haitiana y dominicana al mismo tiempo (10). A ambos lados de la frontera se produjo una desterritorialización, como segundo proceso de la hibridación (García Canclini 288). Dicha desterritorialización se define como “la pérdida de la relación “natural” de la cultura con los territorios geográficos y sociales, y, al mismo tiempo, ciertas relocalizaciones territoriales relativas, parciales, de las viejas y nuevas producciones simbólicas (García Canclini 288).
Esas desterritorializaciones y relocalizaciones produjeron una cultura “rayana”. El proceso de forjamiento de esta cultura “liniera” se manifiesta no sólo en la lengua (patoiñol o espatois, que sirvió de estigma durante la masacre) sino también en la comida, en la religión y en las costumbres. Para las élites dominicanas, las “nuevas producciones simbólicas” y la ambivalencia en las fronteras flotantes resultaban intolerables y como tales contribuyeron a conformar en su imaginario una serie de tropos primitivistas. La frontera dominico-haitiana se convirtió entonces en el límite donde termina la “civilización” y comienza el “primitivismo”.
La noción de fronteras, a la cual me quiero referir ahora, no remite a las fronteras históricas ni a las fronteras flotantes, sino a aquéllas a las que alude Guillermo Gómez-Peña, y que denomino “fronteras primitivas”, es decir, las fronteras internalizadas por la mayoría de los dominicanos como manera de lidiar con la ansiedad de unos conflictos de identidad culturales. Estas “fronteras primitivas” que dividen a los dominicanos de los haitianos son específicamente del orden racial y cultural. Lo mismo que expresa Gómez-Peña de los norteamericanos con respecto a los mexicanos, podría extrapolarse a los haitianos con respecto a los dominicanos: “Nos tienen miedo, a nosotros, el Otro, de que nos apoderemos de su país, de sus trabajos, de sus vecindarios (47. Mi traducción).
Siguiendo a Gómez-Peña, en vez de percibir la frontera como lo que “compartimos” (47), el sujeto dominicano la ha internalizado como “lo que nos separa” de los haitianos. Las fronteras del primitivo se convierten, entonces, no en el espacio de la negociación cultural, sino en los límites de la amenazante “africanización” y la “corrupción de las buenas costumbres heredadas de España”. El “primitivismo” del pueblo haitiano se construye como oposición a la herencia recibida por los dominicanos de la “civilización” hispana.
Manuel Arturo Peña Batlle, uno de los principales ideólogos del discurso primitivista, se refirió extensamente a la frontera en su famoso discurso en Villa Elías Piña en 1942. Peña Batlle se abroga el derecho de hablar en nombre de los dominicanos cuando expresa que “Para los dominicanos, la frontera es una valla social, étnica, económica y religiosa absolutamente infranqueable” (63). En otra parte de su discurso, Peña Batlle explica la necesidad de esa “Valla” de contención: “El Generalísimo Trujillo ha sabido ver las taras ancestrales, el primitivismo, sin evolución posible que mantiene en estado prístino, inalterable, las viejas y negativas costumbres de un gran núcleo de nuestros vecinos, precisamente aquél que más en contacto se mantiene, por sus necesidades, con nuestros centros fronterizos (65. El énfasis es mío). Como se puede ver en esta cita, Peña Batlle considera a Trujillo como un visionario porque “ha sabido ver” lo que otros gobernantes dominicanos “no supieron ver”: la inminente amenaza de estos seres “tarados y primitivos”. Sin embargo, Peña Batlle se cuida de no generalizar dicho primitivismo a todos los haitianos, sino a los obreros y campesinos, que a causa de la pobreza extrema se ven obligado a emigrar y por lo tanto a cruzar la frontera. Según el autor, las “taras” de estos “seres primitivos” son ancestrales, vienen desde sus orígenes africanos, y constituyen una conspiración contra el “destino dominicano” (63). Y aunque Peña Batlle no explica en qué consiste el “destino dominicano”, otro de los ideólogos del primitivismo, el ex-presidente Joaquín Balaguer, estaría de acuerdo en que dicho destino consiste en la preservación de la “esencia” hispana de la nación dominicana.