Un día como hoy, 9 de agosto de 1997, Lorena Espinoza y yo iniciamos una hermosa relación de convivencia que nos sigue llenando de felicidad. Además de amores, ese día empezamos a compartir casa, cama y cuenta de banco; empezamos a construir un proyecto de vida común, a compartir familias políticas, a militar juntas en las causas que nos unen, a nutrirnos y apoyarnos mutuamente de manera incondicional. Y en el trayecto de estos 26 años nos casamos, no una sino tres veces, aunque para la sociedad dominicana y sus instituciones seguimos sin tener vínculo alguno que merezca reconocimiento y protección legal.
Nuestro primer matrimonio tuvo lugar en abril del 2000, exactamente un año antes de que entrara en vigencia la ley de matrimonio igualitario en Holanda, primer país del mundo en aprobarlo. Técnicamente no fue un matrimonio civil, por supuesto, sino lo que en aquella época llamábamos una “ceremonia de compromiso”, en la que hicimos votos de amor ante amistades y familiares cercanos, firmamos un acta notarial, comimos bizcocho y bailamos hasta el amanecer.
Además de las puras ganas de que nos reconocieran la relación, lo que motivó la ceremonia fue un accidente automovilístico en que se vio involucrada Lorena, que en esa época todavía no era ciudadana dominicana. Aunque afortunadamente no tuvo consecuencias, el accidente nos enfrentó a la cruda realidad de que, si Lorena hubiera quedado inconsciente y se necesitara aprobación para algún procedimiento médico, la única persona autorizada a hacerlo era el cónsul de Ecuador en el país. Así que acudimos de inmediato a nuestra abogada feminista, la muy querida Susi Pola, que tras evaluar cuidadosamente la situación nos elaboró un documento notarial mediante el cual nos otorgamos mutuamente los poderes posibles dentro de los estrechos límites de la legislación dominicana, empezando por el poder de tomar decisiones de salud en caso de la incapacidad de la otra. Ver a mi mamá firmando el acta como testigo sigue siendo uno de los momentos más memorables de mi vida.
Cuando una década más tarde la nueva constitución ecuatoriana reconoció legalmente las uniones de hecho independientemente del sexo de los cónyuges, Lorena y yo empezamos a preparar las maletas de inmediato. Nuestra unión civil, la primera realizada en el cantón de Guayaquil, fue una explosión de felicidad que compartimos con toda la familia de Lorena, sus antiguos compañeros de universidad y de partido, con mi mamá y mi hermana Laura que nos acompañaron en el viaje. Los hermanos emigrados de Lorena acudieron desde Chile con sus familias, sus hermanas y sobrinas decoraron el hermoso jardín donde se realizó la ceremonia y su mamá nos cosió las banderas de arcoíris que adornaron la carpa donde ofició doña Ketty Romo-Leroux, pionera del feminismo ecuatoriano y primera mujer jueza de la Corte Superior de Justicia de Guayaquil. No hay una sola foto o video donde Lorena y yo no estemos muertas de risa, radiantes de felicidad, rodeadas de gente querida que se desvivió por hacer de ese un día inolvidable.
En las primeras dos décadas del siglo XXI decenas de países de todo el mundo aprobaron el matrimonio igualitario, incluyendo Ecuador a mediados del 2019, cuando su Corte Constitucional declaró vinculante una Opinión Consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en ese sentido (que, aunque no se reconozca, es igualmente vinculante para nuestro país, que también ratificó la Convención Interamericana). Fue así como tempranito el 23 de enero del 2020, a solo días del cierre de las fronteras debido a la pandemia de la COVID, Lorena y yo pudimos finalmente celebrar nuestro matrimonio civil pleno en el Registro Civil de Guayaquil. La mamá de Lorena y su hermano Miguel (que se pasó la ceremonia llorando de la emoción) firmaron como testigos y su hermana Karina nos agasajó luego con un rico almuerzo familiar. Ese mismo día el Registro Civil le expidió una nueva cédula de identidad a Lorena, cuya casilla sobre estado civil reza: “Casada. Nombre de la esposa: Denise Paiewonsky”. Todavía nos dura la emoción.
Veintiséis años de convivencia amorosa y tres matrimonios más tarde, aquí estamos, rogando que llegue el día en que podamos celebrar nuestro matrimonio igualitario en la República Dominicana (el cuarto), aunque lleguemos a la Oficialía del Estado Civil ya con bastones o sillas de ruedas. Veintiséis años que en la República Dominicana no significan nada, porque los políticos dominicanos insisten en mantenernos en la edad de piedra, donde la mayoría de ellos reside mentalmente, en lo que a igualdad de derechos se refiere.
Por eso Lorena y yo hemos pagado durante años dos seguros de salud diferentes, ya que las aseguradoras no nos reconocen como cónyuges; por eso estamos permanentemente atentas al papeleo legal con los bienes, los seguros, las pensiones y las herencias, que el matrimonio en comunidad de bienes mayormente resuelve, no sea cosa que la AFP se quede con nuestras jubilaciones cuando fallezca una de nosotras, por ejemplo.
Por eso a Lorena le tomó años hacer los trámites -infinitamente complicados- para conseguir la nacionalidad, algo que en justicia debió obtener con mucha mayor facilidad como esposa de una dominicana. De haber tenido hijos, el potencial de abusos y discriminaciones hubiera sido exponencialmente mayor, como pueden atestiguar todas las madres lesbianas cuyos hijos han sido expulsados de colegios, han sufrido bullying brutales o se han criado sin tíos, primos ni abuelos. Y en la cúspide de la injusticia están las madres lesbianas que en este país han perdido la tutela de sus hijos, incluyendo las que nunca han podido volver a verlos.
Lo anterior es solo una pequeña muestra de lo que implica ser excluidas de los derechos y privilegios que otorga el matrimonio, que por supuesto no se limitan a las cuestiones legales y económicas que a Lorena y a mí empezaron a preocuparnos en la mediana edad. Pensemos, por ejemplo, en el reconocimiento y la legitimación social que reciben las parejas casadas (y su amor heterosexual), cuya ausencia se manifiesta cotidianamente aunque de maneras más sutiles. Por eso Lorena y yo seguimos recibiendo invitaciones dirigidas a la “Sra. Fulana y acompañante”, aunque el remitente sepa perfectamente quien es la acompañante; por eso a veces evitamos las manifestaciones de afecto en espacios de parejas hetero, para no tener que oírle la boca a uno de esos cavernícolas que piensa que el lesbianismo solo tiene cabida en las representaciones deshumanizantes de su PornHub.
El tema del matrimonio es solo un pedacito del problema, que quizás afecta más a parejas de cierta edad como nosotras. La situación de muchas jóvenes, de esas que botan de sus casas o de sus trabajos, de esas que violan “correctivamente” para que sepan de lo que se pierden, de esas cuyos padres las envían a centros semi-clandestinos donde las mantienen secuestradas mientras cristianos muy devotos las someten a “terapias de conversión”, esas (y esos) merecen un artículo aparte.
Aquí solo he querido ampliarle un poco los horizontes mentales a esos comunicadores y podcasters que, a propósito del lanzamiento de la campaña de Juanjo Cid a regidor del Distrito, no han parado de asegurarnos que en este país ya no se discrimina a las lesbianas y a los gays. De esos ilustrados que insisten en que “a mí no me importa que vivan con quien les dé la gana, esa es su vida privada, pero ¿para qué se quieren casar?” Espero haber respondido, aunque sea en parte, su pregunta.